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IGLESIA Y FE, INDIVIDUO Y RAZÓN, CLASE Y TEORÍA


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Iglesia y fe, individuo y razón, clase y teoría
Ayer
Hoy
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Siguiendo el hilo del tiempo

Iglesia y fe, individuo y razón, clase y teoría

Desde cátedras muy distintas y alejadas dos documentos – elaborados innegablemente con idéntica exigencia de procurar los argumentos doctrinales necesarios al trabajo político de dirección de los pueblos – se prestan a ser comparados.

Las revistas rusas del partido se han puesto a publicar escritos de Stalin – y en este caso como en el de la encíclica de la que hablaremos luego, poco importa que sean escritos personales o fruto del trabajo de una comisión de redactores – que responden a interrogantes de militantes del partido.

Uno de esos textos se refiere a cuestiones absolutamente fundamentales, como el ciclo histórico del Estado o la victoria del socialismo en uno o varios países; otros tocan cuestiones interesantes pero menos generales, como la lengua, los dialectos, la fonética. Su función común es la de clarificar las ideas de los militantes que pudieran haber percibido contradicciones entre los distintos textos del partido, con la tajante tesis de que la ciencia y la doctrina marxista elaboran soluciones continuamente cambiantes en las diversas situaciones históricas, puesto que el marxismo, como se dice en varias ocasiones en esos escritos,
«no conoce conclusiones y fórmulas inmutables, obligatorias para todas las épocas, para todos los períodos; es enemigo de todo dogmatismo, de todo talmudismo».

El otro texto al que aludimos es más reciente, es la encíclica «Humanis generis» del Pontífice romano, que procede a una rigurosísima actualización teórica de confrontación con las diferentes escuelas modernas contemporáneas; demostrando que la ortodoxia católica no excluye, en su sentido estricto, el empleo del razonamiento y el desarrollo de la investigación científica. Esta encíclica concluye con la reafirmación de la inmutabilidad de las verdades fundamentales y de los textos sagrados, con una intransigencia que ha molestado a los medios católicos más inclinados a las concesiones y los compromisos con este mundo moderno de agnósticos e indecisos.

«Ninguna verdad que la mente humana haya podido descubrir mediante una investigación sincera puede estar en contradicción con la verdad ya conocida, porque Dios, Suma Verdad, ha creado y tolerado la inteligencia humana no para que oponga cada día nuevas verdades a las verdades firmemente adquiridas (rectificamos un poco el texto de las agencias que han traducido mal el original latino, que no tenemos a nuestra disposición), sino para que una vez eliminados los errores surgidos, esa inteligencia añada verdades en el mismo orden y con la misma organicidad que constatamos en la naturaleza misma de las cosas de donde nace la verdad».

Naturaleza, humanidad e ideología han sido todas dadas unitariamente in principium y los textos revelados no son susceptibles de actualizaciones y rectificaciones; el dogma es obligatorio exactamente como lo formula el rito oficial; hasta el punto de que en esta época de incertidumbres generalizadas, de dudas, de conversiones y de abjuraciones, la Iglesia no vacila en promulgar un nuevo dogma: la ascensión al cielo del cuerpo de María, sobre el cual si no nos equivocamos hasta ahora se permitían opiniones diversas. Así ha hablado Roma.

En el otro caso, Moscú afirma exactamente lo contrario: que los textos son rectificables sin límite alguno a medida que se dispone de nuevos datos de la experiencia, de la historia y de la ciencia; y desde el vértice de la organización puede enunciarse a cada paso una nueva «verdad», distinta a la que la organización tenía la obligación de creer anteriormente. Decimos bien: estaba obligada, porque no se trataba de dejar a cada adepto la posibilidad de tener su propia doctrina del Estado, del socialismo o de la lingüística, y la facultad de cambiar a voluntad. Quienes no están de acuerdo con la teoría una vez rectificada son invitados a abandonar el partido. Pensarán de otra forma, pero lo harán fuera del partido. Uno puede abandonar el partido o puede ser expulsado, y entonces la obligación desaparece. Por otra parte, también puede abandonarse la Iglesia. No quisiéramos hablar de autos de fe, y tener que ocuparnos de esos textos repletos de pacata autoridad.

Ninguna de estas dos posiciones interesa al movimiento proletario marxista.

AYER

La posición de los marxistas frente al problema religioso ha sido muy a menudo confundida con la de la naciente burguesía revolucionaria, y considerada como un simple subproducto del racionalismo y del ateísmo comunes, con ciertos corolarios anticlericales, que reunían a burgueses «progresistas» y proletarios socialistas bajo un mismo paraguas.

Según los esquemas del método «progresista» (cien veces más opuesto al marxismo que el peor de los «talmudismos») eso significaba esperar el feliz día en el que la inteligente y laica burguesía se hubiera deshecho de divinidad, Iglesia y curas; y «entre ateos» ya sólo quedaría por resolver una pequeña cuestión secundaria: ¿sociedad capitalista o sociedad socialista?

Uno de los primeros periódicos italianos, «La Plebe» de Bignami, tenía por subtítulo: diario republicano, racionalista, socialista.

Pese a que hoy se admita todo, una correcta utilización de la palabra socialista debería bastar para comprender que el diario no podía ser ni monárquico, ni católico.

No faltan textos marxistas que analizan el problema histórico del cristianismo y la religión en general, aunque desde la segunda mitad del último siglo la causa de la Iglesia y del cristianismo se considerase ya sentenciada y perdida en Europa.

Uno de esos textos, magnífico, se encuentra en el «Ludwig Feuerbach» de Engels (1886), que merecería ser citado por completo en relación con las no menos clásicas once tesis del joven Marx, y con otros pasajes de ambos autores en materia filosófica y religiosa.

Naturalmente tal orientación rechaza en su totalidad las verdades eternas sobre las que se ha fundado el cristianismo; y por otra parte las «verdades eternas» pueden hoy ser arrojadas de la ciencia de una forma más radical aún de lo que lo hizo Engels en el «Anti-Dühring», que dividía la verdad en tres grupos: ciencias físicas, biológicas y sociales. Engels demostró que las doctrinas en el tercer grupo cambiaban continuamente con los períodos históricos y no concedió la existencia de verdades indiscutibles más que para el primer grupo, citando complacido el ejemplo de dos más dos hacen cuatro. Sin embargo un crítico posterior de la ciencia, Henri Poincaré, ha podido demostrar que también en esta verdad se oculta una convención, o sea una arbitrariedad. Leibniz ya había intentado demostrar el teorema 2 + 2 = 4. Pero sólo era una «verificación». Todas las nociones de aritmética elemental no pueden ser demostradas sin admitir la validez del principio de «recurrencia», es decir, que si se pueden hacer ciertas operaciones con n, también podrán hacerse con n + 1. Por otra parte es necesario haber definido ese famoso uno de forma que sea precisamente él quien esté al principio de los números que se añaden a n. A continuación cuando se haga corresponder todos esos unos a entes concretos, para determinados desarrollos y cálculos, debe admitirse que son todos idénticos en las condiciones reales circundantes… Quizá sea más fácil definir la Divinidad que la unidad que utilizamos mil veces al día; en el fondo es Pacelli (el Papa) quien camina sobre seguro y cómodamente.

Simplemente queríamos señalar que no hay verdades definitivas, ni siquiera en las «ciencias exactas», que se impongan a cultos e ignorantes.

La religión haya su lugar en la larga sucesión de modificaciones al enunciado de la «verdad» que se reemplazan unas a otras. Es pues una de las formas de conocimiento y de representación humanas, una etapa inicial, pero no por eso menos importante y necesaria. A la pomposa oposición metafísica burguesa entre ciencia y religión, nosotros sustituimos la noción de esta última como una etapa de un mismo proceso cognitivo (L. Tarsia, «Cristianismo y Marxismo», en «Prometeo» n. 12).

Tomemos ahora unos fragmentos de Engels:

«La religión nació, en una época muy lejana de vida arborícola, de las interpretaciones insuficientes, primitivas y repletas de errores que los hombres hicieron sobre su propia naturaleza y el mundo exterior que les rodeaba». «Que las condiciones de existencia material de los hombres, en el cerebro de los cuales se produjo ese proceso mental, determinaron en última instancia la marcha de tal proceso, que permaneció para ellos necesariamente inconsciente, pues si no lo ignorasen hubiera terminado toda ideología».

Meditemos esta fórmula que nos invita a usar en el campo del partido el término de teoría con preferencia al de ideología. No sólo los sistemas ideológicos no tienen un origen eterno, sino que como sistemas «autónomos» desaparecerán en cuanto sea posible operar con el dato de que las ideas nacen en la «cabeza» a causa de procesos materiales exteriores.

Los pueblos empiezan a organizarse, se dividen en grupos nacionales; elaboran «dioses nacionales» y territoriales.

El imperio mundial romano vio el fin de esa antigua nacionalidad. Roma albergó al principio todos esos dioses locales, pero surgió la exigencia de un dios mundial. Pero la nueva religión mundial, el cristianismo, ya había surgido de una mezcla de teología oriental, esencialmente judía, universalizada y de filosofía griega, especialmente histórica, vulgarizada. Pasados 250 años se convirtió en la religión del Estado. Naturalmente esto ocurrió tras una lucha religiosa, derivada de la lucha social contra la esclavitud y la economía esclavista.

En la Edad Media el cristianismo adopta la forma que responde al feudalismo y su jerarquía.

La burguesía inicia su ascenso y se desarrolla la herejía protestante en contraposición al catolicismo feudal. En Alemania Lutero expresa la lucha de la burguesía y de los campesinos contra la nobleza; batidos los segundos y sometidos los primeros, Alemania desaparece durante tres siglos de la escena histórica. Sin embargo con Calvino la reforma vence en Suiza, en Holanda, y en Inglaterra con la primera revolución burguesa.

Los albigenses y la minoría calvinista son dispersados en Francia.

«¿Pero de qué sirve? Ya entonces estaba trabajando el librepensador Pedro Bayle, y en 1694 nacía Voltaire».

En lugar de heréticos tenemos librepensadores e incrédulos.

«De este modo el cristianismo había entrado en su recta final. Ahora era ya incapaz de cubrir ideológicamente los esfuerzos de cualquier clase en ascenso. Se convirtió cada vez más en posesión exclusiva de las clases dominantes, y éstas lo adoptarán como simple medio de gobierno, con el que se reduce a determinados límites a las clases inferiores».
«Vemos pues que la religión una vez formada tiene siempre un contenido tradicional, y además en todos los campos ideológicos la tradición es una gran fuerza conservadora. Pero los cambios que tienen lugar en este campo (herejía, reforma religiosa, cisma de la Iglesia, racionalismo burgués) son consecuencia de las relaciones de clase, y por lo tanto de las relaciones económicas entre los hombres que realizan estos cambios».

De momento esto nos basta, nos dice Engels, sin querer entrar en un análisis histórico. Y es suficiente para demostrar una vez más que el marxismo y la religión, o el marxismo y el cristianismo, son inconciliables. Del mismo modo que es suficiente para justificar que el Papa, al proponer a los católicos alemanes un dique contra el marxismo, se apoye sólidamente en las fortificaciones doctrinales tradicionales, y que aún siendo ahora histórica, social y políticamente aliado de la burguesía mundial dominante, insista en las objeciones a todas las herejías. Algunos comentaristas han comparado justamente la condena del romanticismo, forma mental de la burguesía heroica, con la del existencialismo, forma mental de la burguesía degenerada y decadente.

El texto clásico que hemos comentado concluye con la confrontación entre la crítica racionalista y materialista francesa, con la filosofía crítica alemana. La primera es ingenua y metafísica, pero tremendamente destructiva respecto a las ideas y regímenes medievales. La segunda es más completa desde el punto de vista teórico, pero cae en el conformismo a causa del bastardo y temeroso desarrollo de la burguesía en Alemania. El burgués depone horrorizado el arma tajante de la crítica teórica, sólo la clase obrera podrá empuñarla. Por eso (Engels) escribió que
«el movimiento obrero es el heredero de la filosofía clásica alemana».

La teoría religiosa cristiana y medieval apoya la verdad en la autoridad y dicta a los hombres los límites con rigurosas fórmulas.

La crítica burguesa negó esas fórmulas y esos dogmas, a causa de la necesidad económica, social y política de romper los límites de esa autoridad.

En Francia llamó a cada hombre, individuo o ciudadano a pensar con su propia cabeza, pero inmovilizó y fosilizó a ese individuo «liberado» en el presunto derecho y facultad de intentar encontrar en todo momento, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia las vías «naturales» de una justicia y una civilización abstractas. No por azar hizo de la Razón y la Libertad una diosa.

En Alemania la crítica burguesa vio y expuso mejor el movimiento histórico y la sucesión de las condiciones sociales de los hombres en un devenir dialéctico. Sin embargo cometió el error opuesto, construyéndolo todo sobre el idealismo; vio el movimiento histórico como efecto y no como causa del pensamiento, y se prestó, en el más perfecto sistema de Hegel, a ser utilizada en la apologética del Estado, y por lo tanto para la conservación de la autoridad constituida.

Fundándose en elementos vitales del materialismo francés y de la dialéctica alemana, esto es, en las fuerzas revolucionarias de la crítica burguesa inicial, el sistema político proletario refuta las dos construcciones que la burguesía puso en el lugar de la minada autoridad por derecho divino: es decir, niega tanto la abstracción jurídica del ciudadano librepensador igual a cualquier otro ciudadano, como la intangibilidad del Estado, aparato imparcial situado por encima de la sociedad real.

El individualismo y la estatolatría preocupan sin embargo a la cátedra romana desde un punto de vista teológico, aunque los individualistas y estatólatras burgueses le hayan dado reconocimiento, apoyo y alianza.

Lo que le preocupa cada vez más son precisamente las posiciones marxistas en el campo concreto de la política, pues éstos no sólo se han liberado de la creencia en los versículos del Antiguo y del Nuevo Testamento, sino que además apuntan a la abolición real de los sistemas de clase que el capitalismo fundamenta ya en la democracia liberal ya en el totalitarismo estatal.

Allá el exorcismo, aquí la materialidad del dique.

HOY

En el lugar del dogmatismo religioso, del iusnaturalismo galo y del eclecticismo teutón, el movimiento proletario internacional, sobre las ruinas de tantos sistemas que pretendían la eterna validez, plantea la ciencia de la sociedad humana y de la historia desarrollada con un método objetivo y dialéctico, esto es, exento de todas las insidias de las ideas preconcebidas tradicionales, en lucha contra todos los prejuicios incrustados en la cabeza de la inmensa mayoría de los hombres, así como en las ciencias de la naturaleza.

Tal estudio, igual que el de la naturaleza cósmica o terrestre, se aplica al pasado, y con los datos extraídos examina el presente, e investiga dentro de los límites de lo posible las leyes de desarrollo aplicables también al futuro.

Es natural y comprensible para todos que el materialismo marxista recién nacido no encontró y registró de golpe todas las leyes científicas sociales, ni las codificó siquiera en obras monumentales como el «Capital», en textos que para los seguidores y militantes del movimiento proletario se presentan como definitivos. La investigación y la elaboración continuaron y continúan, y no podían dejar de producir divergencias y contradicciones que, si bien no se llamaron concilios, cismas o herejías, se llamaron congresos, revisiones o escisiones políticas.

Pero esto no quita que el movimiento en su conjunto no puede vivir y vencer sin el filón dorsal de la doctrina, quizás tosco en parte, que a través de la lucha debe ser conservado intacto en su tronco vital hasta la victoria.

Precisamente la doctrina materialista de la historia ha demostrado que en todas las luchas de clase sucede lo mismo: un bagaje ideológico, que hoy sabemos pleno de errores y falsas tesis, capaz de romper los límites de las formas tradicionales es lanzado, con toda su vitalidad, su fuerza y sus propias deformaciones primitivas, a través de la barricada, por encima de los terremotos de la historia.

El grado de conciencia fue diverso en las sucesivas luchas; el grito de los sans-culottes: «¡los aristócratas a la guillotina¡» fue quizá más científico que el de los cruzados: «¡es voluntad de Dios¡». Mucho mayor es la claridad teórica en el movimiento proletario moderno que posee la nueva clave del determinismo histórico, pero no para todos los luchadores, sólo para la minoría constituida en partido histórico.

Si este encuadramiento histórico estable que es el partido falla la clase es derrotada, pero si el partido pierde y traiciona sus principios fundamentales degenera y muere, o se convierte en un arma en manos de la clase enemiga.

De acuerdo con tal concepto Engels ha dicho que el cristianismo hoy es incapaz de servir aún de ropaje ideológico de una clase revolucionaria. Hace dos mil años sirvió perfectamente a los esclavos rebeldes y determinó un desarrollo histórico futuro de la sociedad, sin el cual hoy no existiría la posibilidad de lucha y de doctrina que nos son propias. Pero el dogma de la asunción de María, por ejemplo, era tan discutible entonces como ahora.

El hecho de que este movimiento y esta organización, la Iglesia de Roma, estén aún sólidamente en pie tras veinte siglos no puede ser un argumento crucial del análisis histórico, aunque hayan sabido conservar su línea teórica inicial con obstinada resolución en medio de mil tempestades.

Las rectificaciones de tiro que el estalinismo aporta a la doctrina marxista son por esta sencilla razón histórica, antes que por el examen del contenido, la prueba de que los estalinistas se han desviado de los orígenes, en el sentido de que su organización ya no está a disposición de la clase obrera mundial.

No se trata aquí de evitar que un análisis económico con datos recientes pueda dar versiones distintas de un problema, objeto de uno de los capítulos de Marx, pongamos por ejemplo el de la productividad de la tierra que la producción capitalista tendería a agotar mediante una explotación intensiva, cuando en California existe hoy una agricultura supermecanizada que aumenta cada año una maravillosa producción, donde hace un siglo sólo existía un verdadero y auténtico desierto.

Aquí no nos hallamos ante una abjuración del dogma sobre la ascensión de María, sino del de la divinidad de Cristo. Aquí se derrumba todo el edificio.

Aquí las aportaciones de la historia moderna más reciente son utilizadas a la inversa de su significado científico y las rectificaciones no nacen de actualizaciones teóricas, sino de vulgares razones de Estado. La organización ya no es expresión de la teoría de clase, sino que se ha transformado en el instrumento, a través de su inercia de conservación, de otras fuerzas sociales dominantes en el mundo.

¿Qué es la «teoría del desarrollo desigual»? ¿Una teoría según la cual Marx y Engels han establecido que la revolución debería producirse simultáneamente en todos los países, y según la cual Lenin, por el contrario, habría descubierto que a causa de las características diferentes del capitalismo monopolista en relación con el capitalismo liberal, la revolución y la construcción del socialismo podían realizarse en un solo país, que estaría en competición o emulación con los países que seguían siendo capitalistas?

Pero todo esto son puras falsedades históricas, y no conquistas de nuevas verdades mejor construidas. Marx en la revolución alemana de 1848 y Lenin en la revolución rusa de 1917 han tenido la misma perspectiva: ante una inminente revolución burguesa en un país atrasado el proletariado y su partido deben combatir, es cierto, pero deben impulsar la revolución más allá hasta convertirla en proletaria. A pesar del desarrollo desigual y el atraso de esos países, es necesario luchar porque aquellos que los precedieron en la revolución burguesa, los seguirán en la revolución proletaria, y ahí radica la Unica posibilidad de construcción del socialismo. Marx y Lenin esperaron en vano, pero nunca cambiaron de perspectiva. Ninguna línea lo prueba, mil páginas lo desmienten.

Lenin no ha hablado nunca de dos capitalismos: liberal e imperialista, sino de dos fases del capitalismo, o mejor de la llegada de la fase que viene a confirmar la previsión marxista sobre el curso del capitalismo.

Para el marxismo no existe el liberalismo, la libre concurrencia y el capitalismo liberal como régimen político, sino como categoría de la economía burguesa. La escuela marxista le opone la noción central de que el capitalismo es un monopolio por su propia naturaleza. La libre concurrencia significa equilibrio económico, monopolio económico, social y político significa antagonismo. Desde su primera línea el marxismo es el descubrimiento de que la economía del mundo burgués no es un perfecto equilibrio (¡y mucho menos emulación y pacífica competencia¡) sino permanente conflicto y antagonismo, que sólo se resolverá mediante una lucha final, unitaria, mundial en el sentido histórico, entre dos bloques de clase opuestos.

Las constataciones históricas leninistas fueron el grito de victoria para la previsión confirmada de la doctrina, resultado inestimable, aunque después la sangrienta batalla fuera perdida. Las rectificaciones estalinistas van a contracorriente de la historia y de la ciencia. Si en el pretendido capitalismo premonopolista y liberal era justo que Marx y Engels afirmaran que pese al desarrollo desigual la revolución debía ser simultánea internacionalmente, el cambio aportado por el imperialismo y el monopolio en el mundo ¿qué efecto puede tener sobre esta ley del desarrollo? Es precisamente gracias a la tendencia del Capital al monopolio del imperialismo y al «monoestatismo», como será posible acelerar aún más el ritmo con el que el modo capitalista de producción se apodera de los rincones más remotos del planeta. Si la ley del desarrollo desigual significa algo, debe hacernos razonar que, si Marx y Engels en su época vieron la revolución proletaria como una revolución no nacional, hoy es necesario sostener con una fuerza centuplicada esta gloriosa tesis, y gritar que los nuevos acontecimientos han justificado más que nunca la consigna: el socialismo será supranacional o no será.

Afirmar que semejante tesis era justa para Marx y Engels, pero no lo es hoy para nosotros, conduce a la más antihistórica de las posiciones. Sería más respetable la conclusión que dijese: dados los nuevos acontecimientos el sistema de Marx y Engels debe ser rechazado.

El capitalismo ha recorrido su fase de apariencia liberal y si la revolución proletaria hubiese vencido hubiera sido internacional. Pero la revolución no ha vencido y el capitalismo ha tenido tiempo de pasar a la fase monopolista. Y desde entonces esperamos una revolución y un socialismo nacionales. ¿Qué tipo de perspectiva es ésa, qué valor puede tener en la ciencia y en la lucha del partido? ¿Debemos esperar que el capitalismo vuelva gentilmente a su fase liberal, porque sólo entonces sería justo que el camarada Belkin pensara en una revolución internacionalista? ¿Y mientras el capitalismo se convierte en un gran monopolio, aunque sea nacional, la patria del socialismo permanecerá en un estado de contemplación emulativa? La emulación se da entre semejantes, no entre antagonistas. Los estalinistas ya lo habéis emulado, sois la otra patria del capitalismo imperialista. Tu dixisti.

La autoridad de una cátedra que repite impasible su verdad momificada hace siglos es harto pesada: dos grandes revoluciones se lanzaron contra ella rompiendo la servidumbre feudal, pero todavía no la burguesa.

Los revolucionarios proletarios se oponen a esa autoridad secular y niegan los argumentos que saca de la fe, la razón y la ciencia como argumentos serviles.

Pero la autoridad que no sólo quiere el conformismo, sino que además a cada paso se despedaza y cambia a sí misma, sus textos y sus normas, sin que sin embargo su tremenda fuerza mecánica le dé el valor de proclamar la herejía, no tiene derecho a hablar de fe, ni de razón, ni de ciencia: la servidumbre a esa autoridad es la peor de las servidumbres.


Source: «Battaglia Comunista», número 17 (6–25 setiembre 1950).

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