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EL PROGRAMA REVOLUCIONARIO DE LA SOCIEDAD COMUNISTA ELIMINA TODA FORMA DE PROPIEDAD DE LA TIERRA, DE LAS INSTALACIONES DE PRODUCCIÓN Y DE LOS PRODUCTOS DEL TRABAJO


Content:

El programa revolucionario de la sociedad comunista elimina toda forma de propiedad de la tierra, de las instalaciones de producción y de los productos del trabajo[1]
Engels y los programas socialistas agrarios
Socialistas y campesinos al final del 1800
Programas franceses
La lamentable conclusión
Serie de fórmulas falsas
Falso espejismo de la libertad
Propiedad y trabajo
Empresa industrial y agraria
La aberración extrema
El gran dictado de Marx
Marx y la propiedad de la tierra
Como se despache Marx
Contra toda propiedad parcelaria
La cuestión agraria en Francia
Clases y productores
Nación y sociedad
Ni siquiera la sociedad será propietaria de la tierra
Utopia y marxismo
Propiedad y usufructo
Valor de uso y valor de cambio
Trabajo objetivado y trabajo viviente
Muerte del individualismo
Notes
Source


El programa revolucionario de la sociedad comunista elimina toda forma de propiedad de la tierra, de las instalaciones de producción y de los productos del trabajo

Engels y los programas socialistas agrarios

En septiembre de 1894, el partido obrero marxista francés (el de Guesde y de Lafargue) adoptó en su congreso de Nantes un programa de acción en el campo. En octubre, en Frankfurt/Main, se ocupó del mismo tema el partido socialdemócrata alemán Engels; al final de su larga vida, seguía de cerca el movimiento de la Segunda Internacional Obrera, fundada después de la muerte de Marx en 1889. Hubo de disentir netamente de la resolución de los franceses, mientras quedó más satisfecho del congreso alemán, en el que fue rechazada una tendencia de derecha análoga a la que prevaleció en Nantes.

Engels dedicó al tema un artículo de la máxima importancia, publicado en la revista «Neue Zeit», en noviembre de 1894. Este articulo se encuentra publicado en una traducción no muy exacta de la revista stalinista «Cahiers du Communisme» en noviembre de 1955. Los redactores de la publicación dicen en la presentación del texto que encontraron en casa de un descendiente de Marx (Lafargue era su yerno, como se sabe) una correspondencia notabilísima de Engels con Lafargue mismo. Engels no calla su reprobación, y sus formulaciones son verdaderamente importantes; sólo extrafia la desenvoltura de los stalinistas al presentar un material histórico que los marca directamente.

Vosotros, dice con cierta amargura, a pesar del tono sereno, el viejo Engels a Lafargue, vosotros, los revolucionarios intransigentes de antaño, os arrimais hacia el oportunismo un poco mas que los alemanes. En una carta posterior, Engels subraya que escribió el artículo crítico con espíritu amistoso, pero no duda en repetir:
«os habéis dejado arrastrar demasiado por la pendiente del oportunismo».
Estas citas son útiles también para establecer a cuando se remonta la terminología de nuestras discusiones, a la que siempre hemos dado la más grande importancia. Antes de la muerte de Engels, ya los marxistas de la izquierda (que, en el congreso de Ruan de 1882, se habían escindido de los «posibilistas» partidarios del ingreso en los ministerios burgueses) se definían como revolucionarios intransigentes, y con el mismo término se llamaba, en el primer decenio del siglo, la fracción de izquierda del partido socialista italiano, opuesta al reformismo de Turati y al posibilismo de Bissolati, y de la cual nació el Partido Comunista tras una selección ulterior.

La palabra oportunismo, que muchos jóvenes creen que fue acuñada por Lenin en su arrolladora batalla de la primera guerra mundial, ya fue empleada por Engels y Marx en sus escritos. Otras veces hemos hecho notar que, semánticamente, no es la más feliz, pues conduce a la idea de un juicio moral, y no social-determinista. No obstante, la palabra tiene en lo sucesivo derecho histórico y expresa para todos nosotros la escoria y la vileza frente al sano marxismo.

En aquella carta escrita para «tratar un poco con consideración» al nada sospechoso revolucionario Lafargue, Engels da una definición del oportunismo derecha como una espada. En la frase: «os habéis puesto en la pendiente oportunista», siguen las palabras:
«En Nantes, estabais en el camino de sacrificar el porvenir del Partido al éxito de un día».
La definición puede permanecer lapidaria: es oportunismo el método que sacrifica el futuro del Partido al éxito de un día. ¡Infamia a cuantos, entonces y después, lo hayan practicado!

Es hora de llegar al meollo de la cuestión y al escrito de Engels. Este concluía que, para los franceses, todavía era tiempo de pararse y esperaba que su articulo contribuyese a ello. Pero ¿donde están los franceses (y los italianos) del 1958?

Socialistas y campesinos al final del 1800

Al estudio de Engels se antepone un cuadro de la situación general de la población agrícola de Europa en aquel tiempo. Los partidos burgueses habían juzgado siempre que el movimiento socialista se habría de desarrollar sólo en el campo de los obreros industriales urbanos, y se asombraban ahora de que la cuestión campesina fuese puesta sobre el tapete por todos los partidos socialistas de aquel tiempo. La respuesta de Engels es la que se presenta a cada paso, por ejemplo, cuando nosotros mostramos que en pleno siglo veinte las cuestiones sociales de los países de color y no desarrollados industrialmente no pueden ser constreñidas al rígido dualismo capitalistas-proletarios, sino que, siempre y en todas partes, el marxismo debe tener respuestas de doctrina y de acción para todo el cuadro pluriclasista y no biclasista de la sociedad.

Engels está en condiciones de hacer dos únicas excepciones a la presencia fundamental de una gran clase de campesinos que no son asalariados ni empresarios: la Gran Bretaña propiamente dicha y la Prusia al este del Elba. Unicamente en aquellas dos regiones la gran propiedad terrateniente y la gran industria agraria han liquidado totalmente al pequeño agricultor que trabaja por su cuenta. Observamos que incluso en estos dos casos de excepción, el cuadro es de tres clases (como siempre en Marx, incluso si se trata de la sociedad burguesa modelo): asalariado urbano o rural, capitalista empresario industrial o agrario, propietario de la tierra al modo burgués, y no feudal.

En todos los otros países, para Engels y para todo marxista,
«el campesino es un factor muy importante de la población, de la producción y del poder político».
Nadie puede decir, pues: los campesinos, para mí, no existen, a la manera de la palinodia: los movimientos de los pueblos coloniales, para mí, no existen[2].

Pero que la teoría de la función de tales clases sociales, y la manera de comportarse hacia ellas del partido marxista, deba ser una copia de las de los partidos de la democracia pequeño-burguesa, ésta es la otra enormidad contra la cual Engels desenvainará una de sus «puestas a punto». Nosotros diremos más bien que es otra formulación de la misma enormidad.

Puesto que sólo un demente podría poner en duda el peso de los campesinos en la estadística demográfica y económica, Engels llega rápidamente al punto escabroso: ¿cuál es su peso como factor de la lucha política?

La conclusión es evidente: las más de las veces, los campesinos no han dado prueba más que de su apatía, basada en el aislamiento de la vida de los campos. Pero esta apatía no es un hecho exento de efectos:
«ella es el apoyo más grande no sólo del despotismo ruso, sino también de la corrupción parlamentaria de París y Roma».
No somos nosotros quienes incluimos Roma, sino el mismo Engels, y hace nada menos que 64 años.

Engels muestra que desde que nació el movimiento obrero de las ciudades, los burgueses no han desistido jamás del intento de azuzar a los campesinos propietarios contra aquél, presentando a los socialistas como a aquellos que suprimen la propiedad, y otro tanto han hecho los propietarios terratenientes, simulando tener un baluarte común a defender con el pequeño campesino.

¿Debe el proletariado industrial aceptar como inevitable que, en la conquista del poder político, toda la clase campesina sea una aliada activa de la burguesía a derrocar? Engels introduce la visión marxista de la cuestión, admitiendo rápidamente que semejante perspectiva debe ser condenada y es tan poco útil a la causa de la revolución como la de que el proletariado no podrá vencer antes de la desaparición de todas las clases intermedias.

En Francia, la historia ha enseñado – como es presentado de modo insuperable en los textos clásicos de Carlos Marx – que los campesinos, con su peso, han hecho siempre inclinarse la balanza hacia el lado opuesto del que interesaba a la clase obrera, desde el primero al segundo Imperio y contra las revoluciones parisienses de 1831, 1848–1849 y 1871.

¿Cómo, pues, desplazar semejante relación de fuerzas? ¿Qué presentar y prometer a los pequeños campesinos? Estamos en el meollo del problema agrario. Pero la meta de Engels es descartar como antimarxista y contrarrevolucionaria toda defensa de la conservación de la pequeña propiedad. ¿Qué habría dicho el viejo y gran Federico si alguno hubiese propuesto, como hoy en Italia y en Francia[3], que el programa debe llegar a ser el de propugnar la difusión, para toda la población rural, de la propiedad total de la tierra trabajada?

Programas franceses

Ya en 1892, en el Congreso de Marsella, el partido obrero francés había trazado un programa agrario (era el año en que en Italia se llevaba a cabo la separación de los anarquistas y surgía en Génova el partido socialista italiano).

Este primer programa es menos condenado por parte de Engels que el de Nantes, en cuanto que este segundo, como veremos enseguida, había hecho mal manejo de los principios teóricos con el fin de introducir el apoyo del partido a los intereses inmediatos de los pequeños campesinos. En Marsella el partido se limito a indicar fines prácticos de la agitación entre los campesinos (entonces se era partidario de la famosa distinción entre programa maximo y minimo, que después condujo a toda la crisis histórica de los partidos socialistas). Engels pone de relieve que las reivindicaciones para los pequeños campesinos – de los que, entonces, se tomaba en consideración especialmente a los aparceros más que a los propietarios trabajadores – eran tan modestas que otros partidos las habían presentado y muchos gobiernos burgueses ya las habían realizado. Consorcios de los municipios rurales para la adquisición de máquinas, favorecidos por el Estado para que se formase un parque, prohibición de embargo sobre la cosecha por parte del propietario, revisión del catastro, y así por el estilo…

El grupo de reivindicaciones para los asalariados agrarios es menos considerado todavía por Engels; algunas son obvias, porque son las mismas que las de los obreros industriales, como los mínimos de salario; otras son tolerables, como la formación, con los terrenos del municipio (bienes municipales), de cooperativas agrícolas de producción.

Sin embargo, este programa determinó para el partido, en las elecciones de 1893, un éxito electoral notable que, en vísperas del posterior congreso, se quiso impulsar más allá en la vía de conquistas para los campesinos. Se sentía que se aventuraba uno por un terreno peligroso, y entonces se quiso hacerlo preceder por una premisa teórica para mostrar que no había contradicción entre el programa máximo socialista y la protección del pequeño campesino, ¡aun en su derecho de propietario! Es aquí donde Engels, después de haber referido los considerandos del programa, a punta toda su crítica. Se quiso, dice,
«mostrar que los principios del socialismo quieren que se proteja la pequeña propiedad contra la ruina con que la amenaza el modo de producción capitalista, aunque se vea perfectamente que tal ruina es inevitable».

Dice el primer considerando que, en términos del programa general del partido, los productores no serán libres más que cuando estén en posesión de los medios de producción. El segundo dice que si para el campo industrial se puede prever la restitución de los medios de producción a los productores en forma colectiva o social, en el campo agrícola, al menos en Francia, el medio de producción, la tierra, se encuentra poseído por el trabajador a titulo individual en la mayoría de los casos.

Según el tercer considerando, la propiedad campesina
«está destinada fatalmente a desaparecer», pero «el socialismo» no debe «precipitar esta desaparición, no siendo tarea suya separar la propiedad del trabajo», sino, por el contrario, «reunir en las mismas manos estos factores de toda producción».

En el cuarto considerando se dice que así como las instalaciones industriales deben ser arrebatadas a los capitalistas privados para dárselas a los trabajadores, de la misma manera los grandes dominios de la tierra deben ser dados a los proletarios agrícolas y, por consiguiente, es deber, siempre
«del socialismo», «mantener en posesión de sus trozos de tierra, contra el fisco, la usura y la invasión de los nuevos grandes propietarios terratenientes, a los campesinos propietarios que trabajan su tierra».

El quinto considerando es el que Engels encontrará más escandaloso: los primeros crean una tremenda confusión de doctrina, éste aniquila directamente el concepto de la lucha de clase:
«se puede extender tal protección a los productores que, bajo el nombre de colonos y aparceros, valorizan las tierras de los otros; y que, si explotan a asalariados, están constreñidos a ello de alguna manera por la explotación de la que ellos mismos son víctimas».

La lamentable conclusión

De estas desdichadas premisas surge el programa práctico que está
«destinado a coaligar en la misma lucha contra el enemigo común, la feudalidad agraria, a todos los elementos de la producción agrícola, todas las actividades que, a títulos diversos, valorizan el suelo nacional»
Aquí, como demuestra Engels, aun con la evidente preocupación de no tratar de asnos a viejos profesantes marxistas, es lanzado al aire todo el planteamiento histórico, confundiendo, en la Francia de 1894, a los propietarios feudales, aniquilados un siglo antes por la gran revolución, no tanto con los grandes arrendatarios capitalistas, lo industriales de la agricultura, hacia los cuales los nacional-comunistas traidores de hoy lanzan directamente invitaciones¿ entrar en un gran bloque, porque valorizan la tierra (!), sino con los propietarios agrarios a titulo burgués, que no administran la hacienda agrícola, sino que viven de la renta pagada por pequeños colonos o grandes arrendatarios. Esta tercera clase de la sociedad capitalista no tiene nada que ver con la antigua nobleza feudal; la primera ha comprado sus bienes territoriales con dinero, y los puede vender, desde que «la revolución burguesa hizo de la tierra un articulo de comercio»; la segunda (es decir, la clase feudal) tenía un derecho inalienable no sólo sobre la tierra, sino sobre los trabajadores que la poblaban. Engels recordará a estos torpes discípulos que contra tal clase feudal existió el bloque «durante un cierto tiempo y con fines definidos», pero está claro que en este bloque histórico – cuyo tiempo en Francia es remoto y en Rusia era todavía actual en 1894 – tomaron parte los mismos «señores burgueses de la tierra».

Semejante pestífero error sofoca todavía el horizonte proletario europeo por culpa del oportunismo stalinista triunfante. Las armas doctrinales para combatir sus efectos ruinosos no hay que buscarlas en los datos suministrados por el tiempo transcurrido desde 1894 a hoy, sino en el mismo arsenal válido del que Engels se sirve aquí.

Esta política agraria, decididamente de bloques, mata la lucha de clase, y en cuanto es llevada a cabo por el mismo partido que acoge a los trabajadores de las fábricas la mata también en total provecho de los capitalistas industriales, y es garantía de supervivencia de la forma social burguesa hasta que esos partidos elefantiásicos no se hayan desmoronado.

Pero permaneciendo en la parte doctrinal, antes de considerar la política, es necesario hacer una observación igualmente pesimista, que seria vano omitir, hoy, en cuanto que, a diferencia de 1894, el oportunismo no está en el estado de amenaza, sino que ya ha quitado toda energía a la clase obrera. Muchos – o casi todos – de los grupos que se van poniendo contra los grandes partidos stalinistas o post-stalinistas y que han salido de ellos, muestran tener sobre el «contenu du socialisme» ideas tan amarxistas como las del programa de Nantes (puesto que estamos en Francia, referíos al grupo de «Socialisme ou Barbarie»). Diríamos antimarxistas si no estuviésemos en presencia del lenguaje sereno de Federico Engels, que, evidentemente, sabia por experiencia, y por los efectos de muchas agrias reprimendas del Padre Marx, que el francés no quiere ser choqué (herido), pero ni siquiera froissé (ofendido). En el primer caso pone la cara de un d’Artagnan, en el segundo la de un Talleyrand, como fue el caso más tarde de Frossard (un campeón mundial del amarxismo) en el II Congreso de la Internacional Comunista. ¡Y quien osó tal cosa se llamaba Lenin!

Serie de fórmulas falsas

Las formulaciones falsas son utilísimas para esclarecer el verdadero «contenido» del moderno programa revolucionario. Las antiguas ideologías sociales tuvieron forma mística, pero no por este dejan de ser condensaciones de la experiencia humana de la especie, de la misma naturaleza que las más desarrolladas a que se ha llegado en la era capitalista y en la lucha por derrocarla. Podríamos decir que las antiguas místicas tuvieron la forma respetable de una puesta en serie de tesis afirmativas. La mística moderna, la normativa de la acción de las fuerzas destructivas de la sociedad presente, se ordena mejor en una serie de tesis negativas. El grado de conciencia del futuro, que no puede alcanzar el individuo, sino únicamente el partido revolucionario, se forja de un modo más expresivo – al menos hasta que la sociedad sin clases sea un hecho- en una serie de normas del tipo: así no se dice – así no se hace.

Esperamos haber presentado en forma modesta y accesible un resultado elevado y más bien arduo. A tal fin convendrá examinar, siguiendo les pasos de Engels, maestro en tal método, las fórmulas equivocadas de les considerandos de Nantes.

Engels comienza diciendo, acerca del primer considerando, que no es justo sacar de nuestro programa general la fórmula
«los productores no serán libres más que cuando estén en posesión de los medios de producción».
El mismo programa francés de la época añade enseguida que tal posesión sólo es posible bajo la forma individual – que jamás ha sido general y que el desarrollo industrial hace cada vez más imposible – o bajo la forma común, cuyas condiciones se han formado con la estabilización de la sociedad capitalista. El único fin del socialismo, pues, dice Engels, es
«la posesión común de los medios de producción y la conquista colectiva de éstos».
A Engels le urge establecer que ninguna conquista o conservación de la posesión individual de los medios de producción por parte del productor puede figurar como meta del programa socialista. Y añade:
«no sólo en la industria, donde el terreno está ya preparado, sino, en general, también en la agricultura».

Esta es una tesis fundamental en todo escrito clásico marxista. El partido proletario – a menos que se haya declarado abiertamente revisionista – no puede defender o proteger ni por un instante aquella reunión del trabajador con los medios de su trabajo, que se realiza a título individual, parcelario. El texto aquí estudiado lo repite casi a cada momento.

Además, Engels refuta el concepto expresado en la fórmula errónea acerca de la «libertad» del productor. Esta no está asegurada de ninguna manera por aquellas formas híbridas, entrelazadas con la sociedad actual, en que el productor posee la tierra y también una parte de sus instrumentos de trabajo. En la economía presente, todo esto es bien precario y no garantizado para el pequeño campesino. La revolución burguesa le ha dado indudablemente la ventaja de desatarle de los lazos feudales, y de la servidumbre personal de dar parte de su tiempo de trabajo o parte de sus productos. Pero esto no le garantiza, cuando haya llegado a la propiedad del «trozo» de tierra, el no ser separado de él de cien maneras, que Engels detalla junto a la parte concreta del programa, sino que son inseparables de la esencia de la sociedad capitalista: impuestos, deudas hipotecarias, destrucción de la industria doméstica rural, embargos hasta llegar a la expropiación. Ninguna medida legislativa (reforma) podrá evitar que el campesino se venda espontáneamente en cuerpo y alma, incluida la tierra, antes que morir de hambre. Aquí, la crítica raya la invectiva:
«¡Vuestro intento de proteger al pequeño campesino en su propiedad no protege su libertad, sino sólo la forma particular de su servidumbre; prolonga una situación en la que no puede ni vivir, ni morir!».

Falso espejismo de la libertad

La fórmula malsana del primer considerando, que, de un error conduce a otro mayor, será denunciada por nosotros con menos generosidad que la del gran Engels; no tenemos ante nosotros a un Paul Lafargue en el que el marxismo ha dormitado por un momento y al que se trataba de despertar, sino una puerca banda de traidores y derrotistas cuyas almas están ya condenadas.

El considerando aparenta responder a esta pregunta: ¿cuándo serán libres los productores? Y responde: cuando no estén separados de sus medios de producción. Por esta pendiente llega a idealizar una sociedad imposible y miserable de pequeños campesinos y artesanos, y el maestro no dejará de lanzar acerbamente el calificativo de orientación reaccionaria, puesto que una sociedad así es mucho más atrasada que la de proletarios y capitalistas. Pero el error, completamente metafísico e idealista, que ha disipado toda visión histórico-dialéctica y determinista, es el de presuponer un enunciado estúpido, que muchos pretendidos «izquierdistas» de ambos lados del Atlántico profesan hoy, a saber: el socialismo es un esfuerzo por la liberación individual del trabajador. Este enunciado inscribe ciertos teoremas económicos dentro de los límites de una filosofía de la Libertad.

Nosotros repudiamos semejante punto de partida: éste es estúpidamente burgués y no conduce más que a la degeneración cuyo espectáculo nos presenta en todo el mundo el stalinismo. La fórmula no seria menos deforme si se hablase de liberación colectiva de los productores. En efecto, se trataría de establecer los límites de esta colectividad, y es aquí donde hacen aguas todos los «inmediatistas», como veremos a continuación. Este límite es tan vasto que debe reunir en su seno a la manufactura y a la agricultura y, en general, toda forma de actividad humana. Cuando la actividad humana, que tiene un sentido mucho más amplio que la producción, término ligado a la sociedad burguesa, no tenga límites en su dinámica colectiva, ni tampoco limite temporal entre generación y generación, se comprenderá que el postulado de la Libertad era una ideología burguesa transitoria y caduca, en otro tiempo explosiva pero hoy somnífera y falsa.

Propiedad y trabajo

En el desdichado considerando tercero se cree partir de algo incontestable al decir que la tarea del socialismo consiste en reunir y no separar la propiedad del trabajo. Engels no quería ser feroz, pero repite que
«bajo el aspecto general, no es ésta la tarea del socialismo; al contrario, ésta consiste en devolver a titulo colectivo los medios de producción al productor».
Si este se pierde de vista, dice Engels, está claro que se llega a
«imponer al socialismo que haga una cosa que en el párrafo anterior se ha declarado imposible, es decir, mantener a los campesinos en posesión de la propiedad parcelaria, después de haber dicho que ésta esta destinada a desaparecer fatalmente».

También aquí se debe descarnar más todavía, teniendo presente todos los tejidos marx-engelsianos y toda nuestra doctrina. Ante todo, la cuestión de la «separación» no es metafísica, sino histórica. No se trata de decir que la burguesía ha separado la propiedad del trabajo y que nosotros, para contrariaría, los reuniremos. Esto seria pura tontería. El marxismo jamás ha descrito, en la revolución y en la sociedad burguesas, un proceso de separación entre propiedad y trabajo, sino el de separación de los hombres que trabajan de las condiciones de su trabajo. La propiedad es una categoría histórico-jurídica. La separación susodicha es una relación entre elementos bien reales y materiales: por un lado, los hombres que trabajan; y, por otro, la posibilidad de acceder a la tierra y de empuñar los utensilios del trabajo. La servidumbre feudal y la esclavitud habían unido los dos elementos de un modo muy simple: encerrando a ambos elementos en un mismo campo de concentración, del cual se substraía aquella parte de los productos (otro elemento físico concreto) que placía a la clase dominante. La revolución burguesa rompió a patadas aquel cerco y dijo a los trabajadores: sed libres de salir; después volvió a cerrar y realizó aquella separación de la que se discute. La clase dominante quitó el alambre de pilas y monopolizó las condiciones de la producción, quedándose con todo el producto: ¡los siervos que huyeron hacia el hambre y la impotencia continúan aún cortejando el milagro de la Libertad!

El socialismo quiere abolir, para cualquiera que sea (individuo, grupo, clase o Estado), la posibilidad de extender cercas de alambre espinoso; ¡pero esto no se puede indicar con las palabras insensatas de reunir nuevamente la propiedad y el trabajo! Significa hacer que se acabe y que muera la propiedad burguesa y el trabajo asalariado, la última y la peor de las servidumbres.

Cuando el texto de Nantes dice después que trabajo y propiedad son los dos factores de la producción, cuya separación comporta la servidumbre y la miseria de los proletarios, cae en una enormidad todavía mas grande. ¡La propiedad un factor de la producción! Aquí el marxismo es olvidado y renegado plenamente. En la descripción del modo de producción capitalista, la tesis central del marxismo es que hay un solo factor de la producción, y es el trabajo humano. La propiedad de la tierra, o los utensilios y las instalaciones, no es otro factor de la producción. Llamarlos factores sería recaer en la fórmula trinitaria aniquilada por Marx en el volumen tercero del «Capital»; para esta fórmula, la riqueza tiene tres fuentes: tierra, capital y trabajo, y la doctrina vulgar justifica las tres formas de retribución: renta, ganancia y salario. El partido socialista y comunista es la forma histórica en lucha contra el dominio de la clase capitalista, en cuya doctrina se defiende que el capital, a igual titulo que el trabajo, es un factor de la producción. Pero para encontrar la doctrina que defiende el tercer término, la tierra factor de la producción, tenemos que volver todavía más atrás, más allá de Ricardo, a los fisiócratas del tiempo feudal, en cuya doctrina se apoyaba precisamente (¡miren un poco!)¡la justificación histórica del dominio de la execrada feudalidad!

Reunir, pues, la tierra con el trabajo es una grave herejía marxista, y lo es tanto si se trata de trabajo individual como de trabajo colectivo.

Empresa industrial y agraria

Precisamente, el resbaladizo considerando cuarto, que contiene la trampa de la defensa de la pequeña hacienda parcelaria, parte de la comparación de las grandes industrias que «deben ser arrancadas a sus detentores ociosos», o sea, los burgueses urbanos (no ociosos, sin embargo, en el tiempo del «Maitre des Forges»), con los grandes dominios que deben ser entregados a los proletarios agrícolas «bajo forma colectiva o social». Más adelante, Engels hace de manera muy distinta la comparación entre la expropiación socialista y revolucionaria del patrón de fábrica y la de los agrarios. El programa de Nantes, además de no profundizar la distinción esencial entre gestión «colectiva» y «social», cuestión que apenas toca, esquiva la no menos importante distinción entre gran dominio o gran propiedad de la tierra y gran empresa agraria. Cuando la gestión unitaria de la producción por medio de trabajadores asalariados constituye una explotación técnica única – aun cuando parte del salario es dada no en moneda, sino en productos – forma que Marx define como un residuo medieval y que los «marxistas» togliattianos italianos «protegen» para atar mejor el proletariado rural a la inmunda forma de participe parcelario – entonces no hay razón para no tratar esta unidad productiva del mismo modo que la fábrica de los señores Krupp, para emplear un ejemplo de Engels. Pero el caso difícil surge cuando se tiene una gran propiedad rural de un solo titular dividida, no obstante, en un gran número de pequeñas explotaciones familiares técnicamente autónomas, de pequeños colonos y de pequeños aparceros. En tal caso, la expropiación no tiene el carácter histórico que la de la gran industria concentrada, sino que se reduce – si subsisten aún formas feudales, como era el caso de Rusia en 1917- a una liberación de los siervos de la gleba que no supera todavía la inferioridad de la división parcelaria. En régimen burgués consolidado, como el francés de fines de mil ochocientos, la fórmula programática no deberá limitarse, en opinión de Engels, a la transformación de los colonos de arriendo monetario o en especie en «libres» propietarios trabajadores, sino que los partidos socialistas deben propugnar decididamente como objetivo de los campesinos – que se pueden aceptar en el partido y baje su influencia – la formación de cooperativas de producción agrícola de gestión unitaria, forma de transición también en cuanto deberá tender poco a poco a la «institución de la Gran Cooperativa nacional de producción». Esta fórmula es empleada por Engels para estigmatizar, con severidad adecuada, toda inclusión en el programa – incluso inmediato – una partición de la gran propiedad agraria entre los campesinos para reducirla a empresas parcelarias o familiares.

Acerca de este punto hay que añadir otra consideración – que hay que vincular a otros textos marxistas – sobre el punto de llegada del programa socialista. La gestión colectiva de empresas ya unificadas baje el patronato burgués podrá ser concebida como un expediente transitorio si se piensa como sujeto de tal gestión a la colectividad de los trabajadores adscritos a la empresa. Pero semejante consideración no debe hacer pensar que el socialismo se agote con la substitución de la propiedad patronal o capitalista de la fábrica (que hoy ya es colectiva en las sociedades anónimas) por una propiedad colectiva obrera. Cuando las fórmulas son correctas, no se encuentra en ellas la palabra propiedad, sino la de posesión, la de toma de posesión de los medies de producción, y más exactamente todavía, la de explotación, de gestión, de dirección, a la cual hay que fijar el sujete preciso. La expresión gestión social es mejor que la de gestión cooperativa, mientras que sería completamente burguesa y no socialista una «propiedad cooperativa». La expresión gestión nacional sirve para adecuarse a la hipótesis de que la expropiación de las instalaciones y de la tierra pueda hacerse en un país y no en otro, pero hace pensar en la gestión estatal que no es otra cosa que una propiedad capitalista del Estado sobre las empresas.

Permaneciendo todavía en el terreno de la agricultura, queremos establecer aquí que – según el programa comunista – la tierra y los medios de producción deben pasar a la sociedad organizada sobre bases nuevas, que ya no podrán ser llamadas de producción de mercancías. Por consiguiente, la tierra y las instalaciones rurales pasan al conjunto de todos los trabajadores, ya sean industriales o agrícolas, y lo mismo ocurre con las instalaciones industriales. Solo en este sentido se puede leer a Marx cuando éste habla de abolición de las diferencias entre ciudad y campo, y de la superación de la división social del trabajo como pilares de la sociedad comunista. Las viejas fórmulas de agitación: las fábricas para los obreros y la tierra para los campesinos, del género de esas todavía mas insulsas: los barcos para los marineros, aunque demasiado empleadas incluso en tiempos recientes, no son más que una parodia del formidable potencial del programa revolucionario marxista.

La aberración extrema

Antes de buscar en otros textos de Marx la remota anticipación de los principios que hemos recordado, cerraremos nuestra amplia explicación del estudio de Engels refiriendo su indignación, porque es actualísima, ante el último de los cinco considerandos, aquel que atribuye al partido ¡el deber de ayudar también a los campesinos colonos y aparceros que explotan obreros asalariados! Omitimos la sutil crítica destructiva de Engels aun de la parte de detalle decidida en Nantes, con medidas reformadoras que o estaban privadas de toda posibilidad de realización, o habrían líevadea los mismos campesinos al punto de partida del que habían surgido su miseria y embrutecimiento, en Francia y en otras partes, aplicando mal la palanca con la que se quería ponerlos en movimiento.

También emitimos la parte final sobre Alemania, donde afortunadamente el partido no había cometido errores análogos, en que se demuestra come es necesario apoyarse en los campesinos desposeídos del este, semisiervos de los boyardos prusianos, de preferencia al campesinado del oeste, privado de potencial revolucionario.

Nos duele no haber encontrado en este escrito de Engels una referencia a Italia, donde en aquel tiempo el partido, con alto espíritu clasista, dirigía la lucha de los braceros agrícolas, como en Romana y Pulla, contra los ricos aparceros burgueses, en las formas más violentas, realizándose lo que Engels presenta como la justa aspiración, es decir, que los campesinos asalariados estén en el partido socialista y los aparceros y colonos en otro partido pequeñoburgués, que en Italia era el republicano. Mientras que hoy, por el contrario, los «comunistas» hacen lo que fue programado desvergonzadamente en Francia en 1894, estrangular la lucha de clase de les trabajadores asalariados de los campesinos y colonos medies, como hemos referido.

Valgan las palabras de Engels para los traidores de hoy:
«Henos aquí, pues, en un terreno verdaderamente extraño. El socialismo combate específicamente la explotación de los asalariados. Y aquí se nos viene a decir que el deber imperioso de los socialistas franceses es proteger a los colonos franceses cuando ellos ‹explotan a jornaleros› – ¡cito textualmente! – ¡Y esto porqué ellos son, en cierto modo, constreñidos por la explotación de la que ellos mismos son victimas!
¡Qué fácil y agradable es deslizarse a lo largo de este plano inclinado!
(¡Oh padre Engels, vos no imaginábais los extremes a que habría llegado esta lujuria del éxito demagógico y de la traición!). ¡Que los grandes y pequeños campesinos alemanes vengan a rogar a los socialistas franceses que intercedan cerca del Comité Directivo del Partido socialista alemán para ser protegidos cuando explotan a sus ‹domésticos› asalariados, quejándose de la explotación de la que ellos mismos son víctimas por parte de usureros, recaudadores, especuladores de grano y mercaderes de ganado! ¿Qué se les respendera? ¿Y por qué no vendrían también nuestros grandes señores de la tierra con su conde Kanitz (representante de los propietarios terratenientes en el Reichstag alemán) a pedir la protección socialista para explotar a los obreros agrícolas, basándose en la explotación de la que también ellos son víctimas por parte de los especuladores de la Bolsa sobre las rentas y sobre el grano?».

Podemos concluir con una última cita sobre los campesinos y la pertenencia al partido que es verdaderamente una norma que no hay que olvidar jamas:
«¡Yo niego simplemente que el partido obrero de un país cualquiera tenga que admitir en sus filas, además de los proletarios rurales y a los pequeños campesinos, a los campesinos grandes y medios, o también a los colonos de las grandes posesiones, a los ganaderos o los otros capitalistas que valorizan el suelo nacional!
Si nosotros podemos admitir en nuestro partido a elementos de todas las clases de la sociedad (justísimo), no podemos tolerar en él grupos de intereses capitalistas o campesinos medios o burgueses medios!«
.

Hé aquí cómo se defiende el partido, su naturaleza, su doctrina no comerciable, su futuro revolucionario! Y hé aquí por qué únicamente el partido político es la forma que salva de la de generación la lucha de clase del proletariado urbano y rural de todos los países.

El gran dictado de Marx

Nuestros compañeros franceses nos trajeron a Turin un texto de Marx cuya publicación anota cuanto sigue:
«Este manuscrito, encontrado después de la muerte de Carlos Marx en sus archivos, es posiblemente un addenda a un trabajo sobre la nacionalización de la tierra que Marx había escrito a petición de Applegarth. Este trabajo no ha sido encontrado todavía. El titulo del compendio es A propósito de la nacionalización de la tierra».

Este desarrollo magistral viene en apoyo de nuestra modesta repetición de que el marxismo no modifica las formas de la propiedad, sino que niega radicalmente la apropiación de la tierra. Comenzamos evocando un pasaje teóricamente menos arduo:
«En el Congreso Internacional de Bruselas de 1868, uno de mis amigos decía (estábamos en la Primera Internacional y la expresión dice que no se trataba de un libertario bakuninista): la pequeña propiedad ha sido condenada por el veredicto de la ciencia, y la grande por la justicia. No queda, pues, más que una alternativa: la tierra debe convertirse en la propiedad de asociaciones agrícolas, o en la propiedad del conjunto de la nación. El futuro decidirá esta cuestión.
Yo (Marx) digo, por el contrario: El futuro decidirá que la tierra no puede ser más que propiedad nacional. Transferir la tierra a los trabajadores agrícolas asociados significaría entregar toda la sociedad a una clase particular de productores»
.

El contenido de esta breve expresión es gigantesco. Ante todo, prueba que no está en la línea marxista el librarse de cuestiones arduas remitiéndolas a la revelación y decisión de la historia futura. El marxismo sabe bien, desde los inicios, resolver de modo tajante las características esenciales de la sociedad futura, y las enuncia explícitamente.

En segundo lugar, el término nacional, y propiedad nacional, no es adoptado más que con el fin de un diálogo socrático con el primer enunciante. En la tesis positiva se habla de transferencia y no de propiedad; ni de la nación, sino de toda la sociedad.

Finalmente, se puede desarrollar la presente proposición, magistral en el sentido elevado del término, de este modo consecuente: El programa socialista no está bien expresado como abolición de la entrega de un sector de los medios productivos a una clase de particulares, o a una minoría de ociosos no productores. El programa socialista exige que ningún ramo de la producción sea regido por una sola clase, incluso de productores, en lugar de por toda la sociedad. Por consiguiente, la tierra no irá a asociaciones de campesinos, ni a la clase campesina, sino a toda la sociedad.

Esta es la condena despiadada de toda deformación inmediatista, que desde hace tiempo venimos persiguiendo sin cesar, aun en los pretendidos revolucionarios de izquierda.

Este teorema del marxismo abate todo comunalismo y sindicalismo, así como todo «socialismo de empresa» (ver capítulos especiales de nuestros «Fundamentos del comunismo revolucionario»), por que esos programas surannés, ruinosamente envejecidos, «entregan» energías indivisibles de la sociedad a grupos limitados.

Esta enunciación fundamental anula toda definición, por parte de stalinistas o post-stalinistas, de propiedad socialista de las formas agrarias en las que las agrupaciones koljosianas se han visto entregar, como clase particular de productores, la sociedad entera, la vida material de toda la sociedad.

Por lo demás, ni siquiera la entrega al Estado de todas las empresas industriales, como es el caso de Rusia hoy, merece el nombre de socialismo. Este Estado, que por la misma razón las va pasando a «grupos particulares de productores», por hacienda o por provincia, no es ya un representante histórico de la sociedad integral, aclasista, de mañana. Semejante carácter se realiza y se conserva únicamente en el plano de la teoría política, gracias a la forma partido, que pisotea brutalmente todo inmediatismo y que es la única que puede conjurar la peste oportunista.

Pero volvamos brevemente al pasaje de Marx, que nos demostrará cómo toda atribución de propiedad, más bien toda entrega material de la tierra, a grupos limitados, corta la vía maestra al comunismo:
«La nacionalización de la tierra provocará una transformación completa de la relación entre el trabajo y el capital, y eliminará finalmente toda la producción capitalista, tanto en la industria como en la agricultura. Sólo entonces desaparecerán las diferencias y los privilegios de clase al mismo tiempo que su base económica, donde encontraban su origen, y la sociedad se transformará entonces en una asociación de «productores» (obsérvese que las comillas están puestas por Marx, y una debe leerse única). ¡Vivir del trabajo de otro se habrá convertido en una cosa del pasado! ¡Entonces, ya no habrá gobierno ni Estado en oposición a la sociedad misma!»

Antes de desarrollar una vez más estos principios esenciales del marxismo, inmutables y jamás cambiados, dejemos constancia de que Marx no duda jamás en describir resueltamente come será la sociedad comunista, asumiendo una responsabilidad ilimitada para todo el movimiento revolucionario de una fase histórica.

Este es el metal puro del marxismo original que resplandece fuera de la ganga de las mil incrustaciones sucesivas y que mañana resplandecerá intacto a la luz.

Marx y la propiedad de la tierra

En el escrito de Carlos Marx ya utilizado en el capitulito precedente, se define el programa de los comunistas bajo dos aspectos. Histórica y económicamente, se defiende la gran hacienda agraria, para la cual se emplea frecuentemente el término de gran propiedad, contra la pequeña hacienda y la pequeña propiedad. Además, en el programa comunista está contenida la desaparición o, como se suele decir menos exactamente, la abolición de cualquier forma de propiedad de la tierra, lo que quiere decir de cualquier sujeto de propiedad, tanto particular como colectiva.

Marx no se detiene mucho en las tradicionales justificaciones filosóficas y jurídicas de la relación de propiedad del hombre sobre la tierra. Estas se remontan a la vieja vanalidad de que la propiedad es una prolongación de la persona. El anticuado silogismo empieza a ser falso en su premisa misma, pasada en silencio: mi persona, mi cuerpo físico, me pertenecen, son propiedad mía. Nosotros negamos incluso ésta, que en el fondo no es más que una idea preconcebida nacida de las formas antiquísimas de la esclavitud, en la cual la fuerza saqueaba tierra y cuerpos humanos conjuntamente. Si yo soy esclavo, mi cuerpo tiene un propietario ajeno, el patrón. Si no soy esclavo, yo soy el patrón de mi mismo. Parece clarísimo y es pura tontería. En aquel desarrollo de la estructura social en que decaía la forma odiosa de la posesión sobre el ser humano, en lugar de prever el ocaso de todas las formas ulteriores de propiedad, era lógico que la superestructura ideológica – ¡a la ilustre cola de todos los procesos reales! – diese solamente este pasito de pigmeo: para ella se verifica un simple cambio de patrón del esclavo, cosa a la que la pobremente humana estaba acostumbrada. Antes pasaba de esclavo de Ticio a esclavo de Sempronio, ahora he pasado a esclavo de mí mismo… ¡Tal vez un pésimo negocio!

El modo de razonar antisocialista vulgar es mas necio que el mito de que hubo un primer hombre solitario que se creta rey del universo. Según la construcción bíblica, se debía admitir incluso que, al multiplicarse los humanos, el sistema de relaciones entre el único y los otros no hacia mas que volverse más denso, y la ilusoria autonomía del yo dispersarse cada vez más. Para nosotros, los marxistas, a cada paso de modos de producción simples a los nuevos más intrincados aumenta la red de las múltiples relaciones entre el particular y todos sus semejantes, y disminuyen las condiciones designadas corrientemente con los términos de autonomía y libertad. Así se esfuma todo individualismo.

El burgués moderno y ateo que defiende la propiedad ve el curso histórico según su ideología de clase (cuyos escombros son hoy patrimonio únicamente de pequeños burgueses y de tantos supuestos marxistas). El ve el proceso al revés, como una sucesión de etapas de ridículo desvinculamiento del individuo-hombre de les lazos sociales (mientras que, en realidad, los lazos entre hombre y naturaleza externa se hacen cada vez más densos a través de la historia). ¡Liberación del hombre de la esclavitud, liberación de la servidumbre y del despotismo, liberación de la explotación!

¡En esta construcción opuesta a la nuestra, el individuo se desata, se desengancha y construye la autonomía y la grandeza de la Persona! Y mucha gente toma esta serie por la serie revolucionaria.

Individuo, persona y propiedad se avienen bien. Dado el principio falso de que hemos partido hace poco (mi cuerpo es mío, y también mi mano), el utensilio con el cual los prolongo cada vez más para trabajar también es mío. La tierra es también un instrumento del trabajo humano (aquí, la segunda premisa es justa). Los productos de mi mano y de sus varios prolongamientos son también míos: la Propiedad es, pues, un atributo inmarchitable de la Persona.

Hasta qué punto semejante construcción es contradictoria, se ve en el hecho de que, en la ideología de los defensores de la propiedad sobre el suelo agrario, que han precedido a los iluministas y a los capitalistas, la Tierra es por si misma productora de riquezas, antes de y sin el trabajo que el hombre realiza en ella. Como, pues, el derecho de posesión del hombre sobre trozos de suelo se convierte en el misterioso «derecho natural»?

Como se despache Marx

Solicitado para que se pronuncie sobre la nacionalización de la tierra, Marx liquida de entrada tales fórmulas filosóficas impotentes.

«La propiedad del suelo, esa «fuente original de toda riqueza», se ha convertido en el gran problema de cuya solución depende el porvenir de la clase de los trabajadores.
No entramos aquí en la discusión de todos los argumentos presentados por los defensores de la propiedad privada del suelo (juristas, filósofos y economistas); sin embargo, estableceremos primeramente que éstos esconden el hecho originario de la conquista bajo el velo del derecho natural. Si tal conquista ha creado un derecho natural para algunos, entonces bastará simplemente a aquellos que son los más numerosos reunir suficientes fuerzas para adquirir el derecho natural de reconquista de aquello que les fue quitado.
A continuación (Marx quiere decir que los primeros actos de violencia crearon la propiedad de la tierra que, al inicio, había sido libre, y que después fue común), los conquistadores intentaron, por medio de leyes promulgadas por ellos mismos, dar una especie de sanción social a su derecho de posesión surgido inicialmente de la fuerza. Finalmente, el filósofo viene a declarar que tales leyes gozan del consentimiento general de la sociedad. Si la propiedad privada del suelo estuviese fundada verdaderamente en semejante consentimiento general, quedaría abolida manifiestamente desde el momento en que ya no fuese reconocida por la mayoría de una sociedad.
Dejamos de lado, sin embargo, el pretendido ‹derecho de propiedad›…»
.

Nuestro propósito es seguir aquí el pensamiento de Marx hasta la negación de «cualquier» propiedad, es decir, de cualquier sujeto de propiedad (individuo privado, individuos asociados, Estado, nación y, finalmente, sociedad) así como de cualquier objeto de propiedad (la tierra, de la que hemos partido aquí, los instrumentos del trabajo en general, y los productos del trabajo).

Tal como lo hemos defendido siempre, todo esto esta contenido en la fórmula inicial de la negación de la propiedad privada, es decir, en la consideración de tal forma como una característica transitoria en la historia de la sociedad humana, y que en el curso presente está destinada a desaparecer.

También termino lógicamente, la propiedad no se concibe que como privada. Para la tierra, la cosa es más evidente en cuanto que la característica de la institución es el cercamiento dentro de un confín que no se traspasa sin consentimiento del propietario. Propiedad privada significa que el no propietario esta privado de la facultad de entrar. Cualquiera sea el sujeto del derecho, persona única o múltiple, sobrevive este carácter de «privatismo».

Contra toda propiedad parcelaria

Marx pasa enseguida a tomar posición contra el ejercicio de la producción agrícola en haciendas de superficie limitada.

Dejada de lado la cuestión filosófica después de algunos sarcasmos, prosigue así:
«Nosotros constatamos que el desarrollo económico de la sociedad, el crecimiento y la concentración de la población, las exigencias del trabajo colectivo y organizado, así como del maquinismo y de las otras invenciones, hacen de la nacionalización del suelo una necesidad social, y ninguna charlatanería sobre el derecho de propiedad puede nada contra esto.
Pronto o tarde, los cambios dictados por una necesidad social se abren camino; deben ser realizados cuando se han convertido en una necesidad imperiosa para la sociedad, y la legislación está constreñida siempre a adaptarse a ellos.
Lo que necesitamos es un acrecentamiento diario de la producción. Las exigencias de ésta no pueden ser satisfechas si se permite a un pequeño número de individuos regularla según su capricho o agotar por ignorancia los recursos de fertilidad del suelo. Todos los métodos modernos, como la irrigación, el drenaje, el arado a vapor, los procedimientos de abono químico, deben entrar finalmente en aplicación en la agricultura. Pero jamás podremos aplicar eficazmente los conocimientos científicos de que disponemos ni los medios técnicos para la cultura del terreno que controlamos, como por ejemplo las máquinas agrícolas, si no cultivamos en gran escala una parte del suelo.
La cultura del suelo en gran escala debe dar resultados muy superiores a los de la cultura de superficies pequeñas y fragmentadas (incluso en su actual forma capitalista, que rebaja al productor al rango de simple bestia de carga); ¿no daría aquélla un impulso inmenso a la producción (agraria) si fuese aplicada a escala nacional? Por una parte, las necesidades incesantemente crecientes de la población; por otra, el incesante aumento de los precios de los productos agrícolas nos aportan la prueba incontestable de que la nacionalización del suelo se ha convertido en una necesidad social.
La regresión de la producción agrícola, que tiene su origen en las ingerencias individuales, se vuelve imposible desde el momento en que el cultivo del suelo es realizado bajo el control, a expensas y en provecho de la nación»
.

Es evidente que este escrito es de propaganda y está dirigido a un ámbito de gente todavía no seguidora del marxismo. Sin embargo, bien pronto llegará a las tesis radicales que hemos tratado ya bajo el titulillo «El gran dictado de Marx». Aquí se demuestra la preferencia de una gestión nacional de naturaleza estatal, en cuanto se habla de gastos y de ganancias. Más adelante se clarificará que el Estado burgués será siempre impotente para realzar la agricultura.

El autor se atiene todavía a las cuestiones contingentes, y será interesante ver cómo las plantea en 1868 idénticamente a Engels en 1894 (que hemos expuesto en la primera parte de este estudio). ¿Cómo tendría hoy el derecho a usurpar el titulo de marxista el que haya llegado a establecer que, primeramente el colono, después el aparcero y finalmente el bracero del campo, debe convertirse en propietario, como hacen los actuales «comunistas» de Italia y de Europa[4]? Para nosotros, esta parte esencial del marxismo, de la misma manera que ha marchado desde 1868 (más bien desde mucho antes) a 1894, llega con plena validez hasta hoy.

La cuestión agraria en Francia

Marx pasa a rebatir aquí el lugar común de la «rica» pequeña agricultura francesa. Sus palabras no necesitan comentario. Que el lector las conecte no sólo al planteamiento de Engels, sino también al de Lenin, cuya estricta ortodoxia como marxista agrario ya hemos mostrado a fondo al tratar sobre Rusia.

«A este propósito se cita con frecuencia a Francia. Pero ésta, con sus formas de propiedad agraria, está mucho más lejos de la nacionalización de la tierra que Inglaterra con su economía de gran propiedad terrateniente. Es cierto que en Francia la tierra es accesible a todos aquellos que pueden comprarla, pero precisamente esta ventaja ha provocado el desmenuzamiento del suelo en pequeñas parcelas cultivadas por gente que dispone únicamente de medios irrisorios, que se reducen esencialmente al trabajo físico de ellos mismos y de sus familias.
Esta forma de la propiedad de la tierra, con su cultivo de superficies diseminadas, no sólo excluye toda utilización de los perfeccionamientos agrícolas modernos, sino que, al mismo tiempo, hace del campesino el enemigo decidido de todo progreso social y, sobre todo, de la nacionalización de la tierra.
Encadenado a la tierra a la que está constreñido a dar toda su energía y toda su vida, obligado a ceder la mayor parte de sus productos, bajo la forma de impuestos al Estado, bajo la forma de gastos judiciales a la camarilla de los magistrados y bajo la forma de intereses al usurero; ignorando totalmente la evolución social extraña a su campo de actividad, a pesar de todo ello, el campesino se aferra con un amor ciego a su palmo de tierra y a su título de propiedad puramente nominal. Es ésta la razón por la que el campesino francés ha sido impulsado a una oposición absolutamente nefasta contra la clase de los trabajadores de la industria. Precisamente porque las formas de la propiedad agraria son el mayor obstáculo para la nacionalización de la tierra, Francia no es, en su estado actual, el país donde podamos buscar la solución a este gran problema.
Allí donde la nacionalización de la tierra fuese acompañada por su arriendo en pequeñas extensiones a trabajadores aislados, o a las asociaciones de éstos, bajo un gobierno burgués esto no haría más que desencadenar entre ellos una competencia despiadada y provocaría un cierto aumento de la «renta»; de este modo, se ofrecerían a los poseedores nuevas posibilidades de vivir a expensas de los productores»
.

La hipótesis hecha en este ultimo párrafo prevé que atribuciones estatales de favor creen una clase de arrendatarios de hacienda que se aprovechen de la mano de obra asalariada, explotándola.

Clases y productores

En este punto del manuscrito de Marx se inserta el pasaje fundamental sobre la discusión en el congreso internacional de 1868. En este pasaje hemos dado inmenso relieve a la tesis de que la tierra es entregada a la «nación» y no a los trabajadores agrícolas asociados. Esta última fórmula es antisocialista porque «consignaría toda la sociedad a una clase particular de productores», observación que no hay que olvidar. El socialismo no excluye sólo la sujeción del productor al propietario, sino también la de productores a productores.

La formula agraria rusa, con sus koljoses, es falsamente comunista. Los koljosianos forman una clase de productores que tienen en sus manos la subsistencia de toda la «nación». Sus derechos aumentan de ano en año frente al «Estado»: dispensa de entregas a precios impuestos, evolución «económica» de los mismos, a voluntad de la asociación, etc. Distinguiremos claramente entre los términos Estado, nación y sociedad; por ahora tenemos el derecho de decir que, económicamente, en la estructura rusa reaparecen la competencia y la renta.

En los sovjoses, los trabajadores de la tierra se reducen a puros asalariados, como los de la industria, sin derechos sobre los productos del campo (hasta la fecha), y no forman una clase de productores erigida contra la sociedad, como no la forman los proletarios de la industria, ensalzados como patrones (¡si bien en Rusia se ruborizan de este término!) de la sociedad misma, es decir, como teniendo la hegemonía sobre los campesinos (!).

La clásica discusión rusa sobre la tierra se planteaba de tres maneras: Repartición (populistas); Municipalización (mencheviques); Nacionalización (bolcheviques). Lenin defendió siempre, en la doctrina y en la práctica revolucionaria, la nacionalización, como Marx la ha defendido más arriba. La repartición populista, innoble ideal campesino, esta a la altura de la política de los partidos comunistas modernos, por ejemplo, en Italia, donde se adornan con el adjetive popular y son igualmente dignos del populista. La municipalización correspondía al programa de dar el monopolio de la tierra no a la sociedad, sino únicamente a la clase campesina. El municipio ruso aquí entendido era la aldea rural donde no viven más que campesinos y que tenuemente se une a la tradición comunitaria del mir primitivo (ver nuestra serie sobre la estructura rusa)[5]. El sistema del koljos no es marxista ni leninista, y bien se lo puede definir – especialmente en las «reformas» en curso – como una provincialización de la tierra, sobre la cual pierden cada vez más toda influencia las ciudades. Tal deformación, acentuada por el acontecimiento histórico de 1958, choca totalmente con la posición doctrinal de partido de 1868, según la cual la tierra no debe ser dada a «una clase de productores» (los socios de los koljoses), sino a toda la colectividad de obreros rurales y urbanos.

La tesis de la nacionalización no debe ser entendida como la de Ricardo: la tierra al Estado, con toda la renta de la tierra. Esto querría decir: la tierra a la clase capitalista industrial o a su representante potencial, que es el Estado capitalista industrial (como el ruso). La nacionalización marxista de la tierra es el opuesto dialéctico de la parcelación y de la entrega a asociaciones y cooperativas campesinas. Tal oposición dialéctica vale tanto para la estructura de la sociedad comunista sin clases ni Estado (ver el fragmento ofrecido en los párrafos precedentes), como para la lucha política tanto de partido como de clase dentro de la sociedad capitalista, donde la reivindicación de la repartición parcelaria es mucho más indecente que cuando era agitada bajo el régimen de los zares. Cuando las tesis de la doctrina del partido se establecen como inmutables e inviolables tanto por parte del centro como de la base de los militantes, contienen la defensa contra la amenaza futura del morbo oportunista, y la tesis de la nacionalización es un ejemplo apropiado y típico.

Nación y sociedad

El término nación presenta, sin embargo, una ventaja respecto al mismo término sociedad cuando se emplea ya sea en teoría como en la agitación. Como extensión en el espacio, es sabido que la sociedad socialista la consideramos internacional, y que el internacionalismo es un concepto in sito en la lucha de clase. Pero Marx advierte, cada vez que hace la crítica de la estructura económica capitalista, que él hablará de nación cuando quiera estudiar la dinámica de las fuerzas económicas, aunque la sociedad se extienda por diferentes naciones, pero sin querer encerrar jamás el paso revolucionario al socialismo en estrechos limites nacionales. Por otra parte, aun cuando sea útil hablar de nación y no de Estado, no se olvida que, mientras existe el Estado de clase que expresa el dominio de la clase capitalista, la nación no reúne en un complejo homogéneo a todos los habitantes de un territorio, y esto tampoco estará realizado ni siquiera después de la instauración de la dictadura del proletariado en uno o más países.

El término nación, limitativo respecto a la reivindicación clasista, internacionalista y revolucionaria, sigue siendo expresivo como contrapuesto a la entrega de determinadas esferas de medios productivos (la tierra, en nuestro caso) a partes y a clases aisladas de la sociedad nacional, a grupos locales o de empresa, a categorías profesionales.

Pero la otra ventaja que hemos señalado, la tenemos respecto a la limitación en el tiempo. Nación viene de nacer, y comprende la sucesión de las generaciones vivientes, futuras e incluso pasadas. Para nosotros, el verdadero sujeto de la actividad social se hace más amplio, en el tiempo, que la misma sociedad de los hombres vivos en una fecha dada. La idea de progenie (dado por supuesto que la referimos a la progenie de todo el género humano, a la especie, palabra empleada por Marx y por Engels, y que es mas potente que nación y que sociedad), supera toda la ideología burguesa de poder y de soberanía jurídico-política propia de los demócratas.

El concepto clasista basta para desmentir que el Estado representa a todos los ciudadanos vivos, y nosotros sonreímos cuando se quiere sacar semejante conclusión aventurada de la inscripción de todos los mayores de edad en las listas electorales. Bien sabemos que el Estado burgués representa los intereses y el poder de una sola clase, aun cuando tuviesen lugar votaciones plebiscitarias.

Pero hay más. Aun encerrando una red representativa o estructural en los límites de una sola clase, de la asalariada (peor seria si se toma el genérico pueblo de los rusos), no nos contentamos con una construcción de soberanía apoyada sobre el mecanismo de consulta de todos los elementos individuales de base (suponiendo que ese mecanismo pueda existir). Y esto vale tanto bajo el poder burgués, para dirigir la lucha revolucionaria, como después de su abatimiento.

Hemos defendido muchas veces, y especialmente en los Fundamentos del comunismo revolucionario, que únicamente el partido – evidentemente minoritario en el seno de la sociedad y de la clase proletaria – es la forma que puede expresar las influencias históricas de generaciones sucesivas en el paso de una forma social de producción a otra, en su unidad en el espacio y en el tiempo, en su unidad de doctrina, de organización y de estrategia de combate.

Por consiguiente, la fuerza revolucionaria proletaria no es expresada por una democracia consultiva en el interior de la clase, combatiente o vencedora, sino por el arco ininterrumpido de la línea histórica del partido.

Evidentemente, no solo admitimos que una minoría de los que están vivos y presentes pueda dirigir, contra la mayoría (incluso de la clase), el avance histórico, sino, lo que es más, pensamos que sólo esa minoría se puede colocar sobre la directriz que la liga a la lucha y a los esfuerzos de los militantes de las generaciones pasadas y futuras, actuando en la dirección del programa de la sociedad nueva, tal como se lo ha prefijado exacta y claramente la doctrina histórica.

Esta construcción que, a despecho de todo filisteo, nos hace proclamar la reivindicación franca: dictadura del partido comunista, está incontestablemente contenida en el sistema de Marx.

Ni siquiera la sociedad será propietaria de la tierra

En el Libro Tercero de «El Capital», editado por Engels después de la muerte de Marx, el capítulo 46 lleva el título: «Renta de los terrenos para construcción, de las minas, de la tierra». La deducción está enmarcada en la poderosa doctrina de la renta de la tierra, reivindicada línea a línea por el gran combatiente Lenin durante toda su vida. Puesto que en nuestra ciencia económica es defendido y demostrado que la renta extraída por el propietario terrateniente tiene el carácter de una parte alícuota del plusvalor que la clase asalariada produce y que se convierte en ganancia capitalista, está claro que el adversario puede plantear esta objeción: Se hacen negocios en que el propietario cobra la renta, come en el caso de negociación de los terrenos para la construcción, mientras siguen durmiendo allí bajo el sol y ni siquiera un obrero entra para dar un solo golpe de azada. ¿De qué trabajo, y de qué consiguiente plusvalor, sale esta ganancia patronal?

Pero nuestra ciencia económica no cae en defecto por esto. No somos una facultad académica, sino un ejército en orden de batalla, y defendemos la causa de quien ha muerto y ha trabajado de la misma manera que la del que no ha trabajado todavía y todavía no ha nacido.

El que quiera rezonar según las formulillas burocráticas del debe y del haber de las empresas registradas, junto a aquel que deducía el poder legal dentro de los límites de los nombres y resultados de las listas electivas, que se aparte, por favor.

Marx responde llevando las generaciones futuras a la escena de la batalla (este es un viejo dato de nuestra doctrina y no una hábil invención nuestra para hacer pasar la justa tesis, ya que contra la teoría y el programa de la revolución, también la mayoría de la clase proletaria hoy presente puede estar equivocada y encontrarse en las filas enemigas):
«El hecho de que su título de propiedad sobre una cierta parte del globo sea lo único que permita a ciertas personas apropiarse como tributo de una parte del plustrabajo social, está camuflado por el hecho de que la renta capitalizada se presenta como precio de la tierra y, por consiguiente, se puede vender como cualquier mercancía».

¿Está claro? Si considero que un terreno, que en el futuro rendirá presumiblemente cinco mil liras anuales al patrón, puede venderse por cien mil, yo he convertido en fuerza activa el plus-trabajo de obreros que trabajaran no veinte años, sino un número infinito de años futuros.
«En las mismas condiciones, el propietario de esclavos puede creer que ha adquirido su derecho de propiedad sobre el negro gracias a la compraventa de mercancías, y no por la institución del esclavismo (que las generaciones pasadas le han regalado)».
¡El pagará en dinero los años futuros del negro y de sus descendientes!

«Pero la venta no crea, de ningún modo, el título; no hace más que transferirle. El título debe existir antes de poder ser vendido, y de la misma manera que ni una sola venta seria capaz de crearle, tampoco lo haría una serie de ventas. (La alusión del doctor en derecho, Marx, se refiere a la ficción de los códigos burgueses de que la «prueba de la propiedad» se obtiene presentando los papeles de los títulos de transferencia que se remontan a un cierto número de años, por ejemplo, veinte o treinta). En suma, lo que ha creado el titulo son las condiciones de la producción. Desde el momento en que éstas han llegado al punto en que deben modificarse totalmente, la fuente de aquel titulo, la fuente material, económica y jurídicamente justificada, desaparece, y con ella todas las transacciones correspondientes».

Por ejemplo, añadimos para esclarecer el concepto al lector, cuando la producción esclavista caiga porque ya no es conveniente y por la revuelta de los esclavos, todos estos se convertirán en hombres libres, ¡y todo contrato anterior de venta de esclavos sera nulo de efecto! Pero aquí invitamos al lector, una vez más, a leer el potente pasaje de la genial y original interpretación de la historia de las sociedades humanas, que caracteriza no menos rigurosamente la sociedad de mañana:
«Colocándonos desde el punto de vista de una organización económica superior de la sociedad, será tan absurdo decir que un individuo posee un derecho de propiedad privada sobre una partecita cualquiera del globo terrestre como decir que posee un derecho de propiedad privada sobre otro hombre. La sociedad misma no es propietaria de la tierra: solo hay usufructuarios que deben administrarla como buenos padres de familia, con el fin de transmitir a las generaciones futuras un bien mejorado».

Utopia y marxismo

También en este pasaje decisivo el método de Marx es claro. Nuestra previsión de la muerte de la propiedad y del capital, de su desaparición (que es un fin mucho más elevado que su transferencia inepta del sujeto individual al sujeto social) y también la no atribución de la decisión y de la voluntad al sujeto-individuo (aunque sea de la clase oprimida), sino únicamente a la colectividad-partido, colectividad cuya energía no resulta de la cantidad, sino calidad, se construyen en base a un análisis científico total de la sociedad presente y de su pasado. El capitalismo que queremos poner en la picota y matar, debemos primero estudiarlo y conocerlo en su estructura y en su curso real. Y es un deber no en el sentido moral y personal, sino una función impersonal del partido, ente que supera las cabezas de los hombres que opinan y los confines entre generaciones sucesivas.

En este punto esta la respuesta a una posible objeción a nuestra acepción del marxismo, la única que capta su potencia y altura. El Marx presentado desde hace decenios por la corriente revolucionaria cuando ésta pone en primer lugar el programa máximo de la estructura social comunista, es exactamente el Marx que superó, combatió y dejó atrás todo utopismo.

¡La oposición entre utopismo y socialismo científico no esta en el hecho de que el socialista marxista declare que, en lo que se refiere a los caracteres de la sociedad futura, él está asomado a la ventana esperando que sus formas pasen para describirlas! El error del utopista esta en que, después de constatar los defectos de la sociedad presente (que, en algunos de sus maestros, Marx exalta con respeto), no deduce la trama de la sociedad futura de una concatenación de procesos reales que enlazan su curso anterior al futuro, sino de su propia cabeza, de lo racional humano y no de lo real natural y social. El utopista cree que el punte de llegada del curso social debe estar contenido en el espíritu del hombre. Ya sea el dios creador el que los haya inducido en él, o la crítica filosófica introspectiva en él los haya descubierto, son los sistemas ideológicos compuestos de Justicia, Igualdad, Libertad, etc. los que forman los colores de la paleta en la que el socialista idealista moja sus pinceles para describir el mundo de mañana tal como debería ser.

Este origen ingenuo, pero no siempre innoble, hace que el utopismo espere su afianzamiento de una obra de persuasión entre los hombres, de emulación, según la palabra puesta hoy de moda para presentar de modo verdaderamente indecoroso la llameante historia. Los utopistas, arrastrados por sus buenas intenciones, otrora pensaron vencer ganando para sus proyectos de color de rosa a los centros del poder ya constituido. Sus ideas preconcebidas les impedía la participación en el proceso de la lucha, del conflicto social, del derrocamiento del poder y del uso no de la persuasión, sino de la fuerza sin reservas en la obra de la que saldrá la nueva sociedad.

Nuestra concepción del problema humano es la opuesta. Las cosas no van como van porque alguien ha errado, se ha engañado, sino porque una serie causal y determinante de fuerzas ha jugado en el desarrollo de la especie humana: se trata primero de entender cómo, y por qué, y con qué leyes generales; y, después, deducir sus futuras direcciones.

El marxismo, pues, no renuncia a declarar en los programas de batalla cuales serán los caracteres de la sociedad de mañana y, específicamente, como se contrapondrán a los caracteres rigurosamente individualizados en la forma social actual, capitalista y mercantil. El marxismo permite explícitarlos con una validez y certidumbre mucho mayores que a las que llegaban las pálidas descripciones utopistas, aunque a veces fuesen audaces para su tiempo.

Renunciar a empeñarse en anticipar les rasgos de la estructura social comunista no es marxismo, ni es digno del poderoso cuerpo de los escritos clásicos de nuestra escuela. Es verdaderamente un revisionismo regresivo y conservador el que ostenta como objetividad lo que solo es vileza y cinismo, a saber: la espera de la revelación, sobre una pantalla virgen, de un misterioso designio que sería un secrete de la historia. En su suficiencia filistea, este método no es más que la coartada preparada por las camarillas profesionales que jamás han sentido la altura de la forma partido y lo han reducido a escenario para las contorsiones de unos pocos activistas. Si aquellos rasgos debiesen permanecer en secreto, daba igual esperar en las sacristías la revelación de la voluntad divina, o en las antecámaras de servicio de los poderosos el turno afortunado para ir a lamer los platos de cocina.

Propiedad y usufructo

Una prueba de esta oposición total entre marxismo y utopismo, que hemos querido poner a punto en el terreno de la doctrina, lo tenemos en el pasaje de Marx que traza un esbozo de la estructura futura tan obligatorio como el que describe la sociedad como no propietaria de la tierra.

La administración del cultivo de la tierra, en realidad, no debe hacerse de modo que sólo satisfaga los apetitos de la generación presente. Es justa la acusación de Marx, continuamente empleada contra el capitalismo, de que esta forma de producción agota los recursos del suelo y hace insoluble el problema de la alimentación de los pueblos. Hoy que estos se vuelven cada vez más numerosos, son estudiadas por los «científicos» – con la seriedad que conocemos bien – nuevas vías para quitar el hambre a los habitantes del planeta.

La gestión de la tierra, piedra angular de todo el problema social, debe ser orientada de manera que corresponda al mejor desarrollo futuro de la población del globo. La sociedad humana viviente, aun pudiendo ser entendida por encima de las limitaciones de Estados, de naciones y, cuando se haya pasado a una «organización superior», también de clases (entonces estaremos no sólo más allá de la oposición, un poco vulgar, entre «clases ociosas» y «clases productoras», sino también de la oposición entre clases productoras urbanas y rurales, manuales e intelectuales, como enseña Marx), esta sociedad, que se presentará como un conjunto de algunos miles de millones de hombres, en el límite temporal será siempre un conjunto restringido de la «especie humana», aun haciéndose cada vez más numerosa por efecto de la prolongación de la vida media de sus miembros.

Ella se subordinará voluntaria y científicamente, por primera vez en la historia, a la especie, es decir, se organizará en las formas que mejor responden a los fines de la humanidad futura.

Todo esto no tiene nada de fantástico – o, ¡que el cielo nos libre!, de ciencia-ficción – o de utópico, sino que se remonta al criterio realista y palpable que Marx utiliza: la diferencia entre propiedad y usufructo.

En la teoría del derecho moderno la propiedad es «perpetua», mientras el usufructo es temporal, limitado a un número preestablecido de años o a la vida natural del usufructuario. En la teoría burguesa, la propiedad es «ius utendi et abutendi», o sea, derecho de usar y de abusar. Teóricamente, el propietario puede destruir su bien; por ejemplo, regar su campo con agua salada, esterilizándolo, como hicieron los romanos con Cartago después de haberla quemado. Los juristas de hoy discurren sutilmente acerca de un límite social de la propiedad, pero esto no es ciencia, sino únicamente temor de clase. El usufructuario, por el contrario, tiene un derecho más restringido que el propietario: el uso, si; el abuso, no. Vencido el plazo del usufructo o muerto el que lo disfruta, en el caso del vitalicio, la tierra vuelve al propietario. La ley positiva impone que vuelva en el mismo estado que tenía al inicio del periodo de usufructo. Aun el simple colono que tiene la tierra en arriendo no puede alterar su cultivo, sino que debe regirla como buen padre de familia, como lo hace, por ejemplo, el buen propietario, para el cual la perpetuidad del uso o disfrute consiste en la transmisión hereditaria a sus hijos o herederos. En el código civil italiano, la sacramental fórmula del buen padre de familia se lee en el art. 1001 y en el 1587.

Así, pues, la sociedad tendrá solamente el uso y no la propiedad de la tierra.

El utopismo es metafísico, el socialismo marxista es dialéctico. En las fases respectivas de su gigantesca construcción teórica, Marx puede reivindicar sucesivamente
a) la gran propiedad (aún capitalista, aunque los asalariados en ella son bestias de carga) contra la pequeña, aun cuando no tenga asalariados (no se hace referencia, por cuestión de decencia, a la pequeña hacienda, como la del aparcero francés de 1894 y la del italiano de 1958 que, al empleo del hombre-bestia de carga, añade la parcelación reaccionaria);
b) la propiedad del Estado, aún capitalista, contra la gran propiedad privada (nacionalización);
c) la propiedad estatal después de la victoria de la dictadura proletaria;
d) para la organización superior del comunismo integral, únicamente el use racional de la tierra por parte de la sociedad, y sepultar en el museo de los trastos viejos de Engels el término desgraciado de propiedad.

Valor de uso y valor de cambio

La tesis fundamental del marxismo revolucionario extiende fácilmente la negación de la propiedad individual, y después social, de la tierra a los otros instrumentos de la producción preparados por el trabajo humano, y a los productos del trabajo, ya sean éstos bienes instrumentales o bienes de consumo.

Sobre la tierra agraria, para su explotación, hay bienes de capital. Uno fundamental, aquel del que proviene la palabra capital (como Marx recuerda frecuentemente), es el ganado de trabajo y de crianza. En italiano lo llamamos scorta viva: en francés, cheptel, que es la misma palabra que capital. El término que indica la porquería que es el capital viene de caput, cabeza, en latín. Pero no se ilusionen los burgueses con que se trate de la cabeza humana, para venirnos a preparar otro derecho natural: el Capital, como prolongación de la Persona.

Se trata de la cabeza del buey. La prolongación de la cabeza del burgués no son los eternos principios de la ley humana, si no únicamente los cuernos.

Está claro que el que administra la tierra no puede comerse todo su ganado, como de ello existen ejemplos históricos, sin destruir ese instrumento especial de la producción, apto para reproducirse si es criado sabiamente.

La sociedad será usufructuaria, y no propietaria, de la especie animal. En el opúsculo de Engels había un pasaje gracioso a cerca de la risible petición de libre caza y pesca en Francia para los campesinos, a propósito del peligre de la destrucción, después acaecida, de ciertas especies de caza.

No sería breve, pero tampoco difícil, la extensión de nuestra deducción a todo capital de empresa en la agricultura y en la industria. Pero intentaremos proceder por grandes etapas.

En estos capítulos magistrales acerca de la tierra, Marx demuestra que su precio y valor, sacado de la renta capitalizada, no entra en el capital de explotación de la empresa agraria porque, si no hay la deplorada devastación de la fertilidad, éste se encuentra de nuevo intacto al final del ciclo anual. También establece allí la comparación obvia con la «parte fija del capital constante industrial», el que sólo entra en el cálculo del capital circulante por la parte en que se desgasta en un ciclo y es reintegrado (amortización). La tierra se renueva por sí misma; también el ganado se renueva por sí mismo (con cierto trabajo del ganadero). En la agricultura, el apero es renovado en gran parte cada año a cargo del valor total de los productos. En la industria, por el contrario, es renovado en menor parte.

Dejando de lado el examen cuantitativo, queremos relevar que la humanidad tiene también capitales fijos cuya amortización se hace en cicles larguisimos, como ocurre con los puentes romanes que, después de dos mil años, sirven todavía. El capitalismo criminal busca las amortizaciones a corto plazo e intenta renovar rápidamente – a expensas del proletariado- todo capital fijo. ¿Por qué? Porque sobre el capital fijo se tiene la sola propiedad, sobre el circulante el simple usufructo. Nos remitimos a la distinción entre trabajo muerto y trabajo vivo desarrollada en los informes de Pentecostés y de Piombino[6].

El capitalismo insiste en activar locamente el trabajo de los vivos, y hace del trabajo de los muertos su propiedad inhumana. En la economía comunista llamaremos a aquello que los teóricos burgueses llaman amortización, o sea, renovación del capital de instalación, del modo contrario, es decir, revivificación.

La antítesis entre propiedad y usufructo corresponde a la de capital fijo-capital circulante; y a la de trabajo muerto-trabaje vivo.

Nosotros estamos a favor de la vida eterna de la especie; nuestros enemigos están de la parte siniestra de la muerte eterna. Y la vida los arrollará, sintetizando los términos opuestos en la realidad del comunismo.

Pero todavía daremos otra fórmula de esa misma antítesis: cambio monetario y uso físico. Valor de cambio mercantil contra valor de uso.

La revolución comunista es la muerte del mercantilismo.

Trabajo objetivado y trabajo viviente

Los compañeros lectores, que, según nuestro método de trabajo, colaboran en la actividad común de partido, deben recurrir en este momento a toda la segunda parte del resumen de la reunión de Piombino, en la que son presentados ampliamente los «Grundrisse» de Marx.

En esa construcción grandiosa, el individualismo económico es anulado, y aparece el Hombre Social, cuyos confines son los mismos de la Sociedad Humana entera, o más bien, de la Especie humana.

En la forma capitalista, el capital fijo industrial está contrapuesto al trabajo humano, el que se convierte en medida del valor de cambio de los productos o mercancías. El capital fijo es el Menstruo enemigo – esté o no esté detrás de él el capitalista como persona, y aquí nuestras citas de Marx han sido innumerables – que pesa sobre la masa de los productores y monopoliza un producto que no sólo concierne a todos, sino a todo el curso activo de la especie durante milenios, a la Ciencia y la Tecnología elaboradas y depositadas en el Cerebro Social. Hoy que la Forma capitalista desciende por la rama de la degeneración, este Monstruo mata a la Ciencia misma, hace mal manejo de ella, administra de modo criminal su Usufructo dilapidando el patrimonio de las generaciones futuras.

En esas paginas se ve el fenómeno actual de la Automatización predicho y teorizado para el futuro lejano. Aquello que nos permitimos llamar Romance del trabajo objetivado tiene por epilogo su metamorfosis, por la que el Monstruo se convierte en Fuerza benéfica de toda la humanidad, a la cual permite no extorsionar plustrabajo inútil, sino reducir al mínimo el trabajo necesario, «en total beneficio de la formación artística, científica, etc., de los individuos», elevados en lo sucesivo al Individuo Social.

Aquí queremos sacar de los clásicos y auténticos materiales, hoy mucho más validos y evidentes que en la época en que nacieron, otra formulación no menos auténtica. Una vez que la revolución proletaria haya parado la dilapidación de la Ciencia, que es obra del Cerebro Social; una vez que se haya comprimido el tiempo de trabajo a un mínimo que lo convierta en gozo; una vez que el Capital fijo – el monstruo de hoy – haya sido elevado a formas humanas, es decir, una vez que el Capital – producto histórico transitorio – haya sido suprimido, y no conquistado para el hombre o la Sociedad, la industria se comportará entonces como la tierra, habiéndose liberado ya las instalaciones y la tierra de toda propiedad, cualquiera que sea.

Sería poca conquista el que las instalaciones de producción dejasen de ser monopolio de una banda de ociosos, lo que es una huera frase hecha, en cuanto que los burgueses fueron, en los comienzos, una clase de audaces portadores del Cerebro Social y de la Praxis Social más avanzada. A su vez, la sociedad organizada en forma superior – el comunismo internacional – no tendera las instalaciones de producción en calidad de propiedad y Capital, si no de usufructo, salvando el futuro de la Especie a cada paso contra la necesidad física de la Naturaleza, único adversario en lo sucesivo.

Una vez muerta la propiedad y el Capital tanto en la agricultura como en la industria, otra frase hecha, a saber: «la propiedad personal de los productos de consumo», que era una concesión a la ardua tarea de la propaganda tradicional, debe ser arrejada entre las sombras del pasado. En realidad, toda la transformación revolucionaria se derrumbaría si todo objeto no pierde el carácter de mercancía, y si el trabajo no deja de ser medida del «valor de cambio», otra forma que, junto a la medida monetaria, debe morir con el modo de producción capitalista.

Citamos ahora textualmente:
«Desde el momento en que el Trabajo ha dejado de ser, bajo su forma inmediata, la Gran Fuente de la Riqueza, el Tiempo de Trabajo debe dejar de ser la medida de ésta. y lo mismo vale para el Valor de Cambio en cuanto medida del Valor de Uso».
Compadeciéndonos de la mediocridad de Stalin y de los rusos que lo siguen cuando pretenden que la ley del valor rige en el socialismo (!), fuimos llevados a concluir: ¡Que los rayos del Juicio Final se abatan sobre sus cabezas[7]!

El desgraciado que traga alcohol diciendo: es mío, lo he comprado con las monedas de mi salario (privado o de Estado), víctima como es de la forma Capital, es igualmente un usufructuario traidor de la salud de la especie. ¡Y también el insensato encendedor de cigarrillos! Tal «propiedad» será eliminada de la organización superior de la sociedad.

El envilecimiento del esclavo asalariado se exaspera en las crisis de desempleo. Engels escribió a Marx el 7 de diciembre de 1857:
«Entre los Filisteos de aquí, la crisis empuja terriblemente a beber. Ninguno puede soportar su suerte en casa, entre la familia y las preocupaciones. Los círculos se animan y el consumo de licores aumenta fuertemente. Cuanto más profundamente se encuentran en el hastío, más se quieren divertir. Pero al día siguiente es el espectáculo más desconsolador de lamentos físicos y morales». ¡¿1857 o 1958?!

Así, pues, no se consumirá en cuanto bestia-persona, en nombre de la infame propiedad sobre el objeto intercambiado; el Uso, el consumo, se harán según la exigencia superior del hombre social, perpetuación de la especie, y ya no bajo la acción de las drogas, como es la regla hoy.

Muerte del individualismo

No es posible que el partido proletario de clase se guíe a si mismo en la buena dirección revolucionaria si no es total el cotejo del material de agitación con las bases estables, y no mutables, de la teoría.

Las cuestiones de acción contingente y de programa futuro no son más que dos lados dialécticos del mismo problema, como lo han demostrado tantas intervenciones de Marx hasta su muerte, y de Engels y Lenin (¡«Tesis de Abril», Comité central de octubre!).

Aquellos hombres no improvisaron ni hicieron revelaciones, sino que blandieron la brújula de nuestra acción, que es demasiado fácil de perder.

Ella indica claramente el peligro, y nuestras cuestiones son bien planteadas cuando se va contra las direcciones generales equivocadas. Las fórmulas y los términos pueden ser falsificados por traidores y por deficientes, pero su use da siempre una brújula segura cuando es continuo y concorde.

Si empleamos el lenguaje filosófico e histórico, nuestro enemigo es el individualismo, el personalismo. Si empleamos el político, el electoralismo democrático, en cualquier campo. Si empleamos el económico, el mercantilismo.

Todo acercamiento a estos rumores insidiosos, para lograr una ventaja aparente, equivale al sacrificio del futuro del partido al éxito del día, o del año; equivale a la rendición a discreción ante el Monstruo de la contrarrevolución.

Notes:
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  1. Reunión de Turín, 1–2 junio de 1958. Al publicar estos «corolarios» de la reunion de partido del 1 y 2 de junio de 1958 en Turín, aparecidos en los números 16 y 17 del mismo año de nuestro quincenal «Il Programma Comunista», debemos recordar que aquella reunión tomó la motivación – en su segunda parte – de la reunion de los máximos representantes del revisionismo postalinista en Lubiana, y es, al mismo tiempo, una viva reivindicación del papel central del partido en la revolución y en el Estado de la dictadura proletaria, y una ardiente polémica contra los deformadores y «actualizadores» de la visión revolucionaria marxista.
    Por consiguiente, la anticipación que se hace, en el texto aquí reproducido, de los rasgos fundamentales de la sociedad comunista no es… salto del pensamiento o del deseo en el vacío mundo de las ideas: es inseparable de la lucha por destruir el modo de producción capitalista y, por tanto, por reconstruir el órgano-guía de esta formidable batalla, el partido de clase. Se trata de un texto escrito para militantes revolucionarios, no para sonadores de la Ciudad del Sol o para filósofos impotentes en espera de que el Verbo se haga carne. [⤒]

  2. Ver la serie de Reuniones Generales del partido sobre esta cuestion en «El marxismo y la cuestion nacional y colonial», «El Programa Comunista», № 36, octubre-diciembre 1980. [⤒]

  3. Podemos añadir, en 1980: «en España y en toda América Latina». [⤒]

  4. Ver «Trayectoria y catástrofe de la forma capitalista en la clásica y monolítica construcción teorica del marxismo», que es el informe de la Reunión General del Partido en Piombino (setiembre de 1957) en A. Bordiga, «Economia marxista ed economia controrivoluzionaria», Ed. Iskra, Milán, 1976. [⤒]

  5. Ver «Russia e rivoluzione nella teoria marxista» («Il Programma Comunista», № 21 al 24 de 1954 y № 1 al 8 de 1955) y «Struttura economica e sociale della russia d’oggi», originariamente parecida en nuestro periodico italiano en los años 1955–1957 y editado nuevamente por «Edizione Il Programma comunista», Milán, 1976. [⤒]

  6. Ver «Trayectoria y catástrofe de la forma capitalista en la clásica y monolítica construcción teorica del marxismo», que es el informe de la Reunión General del Partido en Piombino (setiembre de 1957) en A. Bordiga, «Economia marxista ed economia controrivoluzíonaria», Ed. Iskra, Milán, 1976.[⤒]

  7. Ver también el escrito de Marx «Trabajo asalariado y capital». [⤒]


Source: «El Programa Comunista», № 37, Enero-Abril de 1981

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