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LO QUE DISTINGUE NUESTRO PARTIDO


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Lo que distingue a nuestro partido
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Lo que distingue a nuestro partido

Cada número de nuestra prenso internacional lleva junto al título una nota:
Lo que distingue a nuestro partido:
la reinvindicación de la línea que va de Marx a Lenin, a la fundación de la Internacional Comunista y del Partido Comunista de Italia (Livorno, 1921); la lucha de la Izquierda Comunista contra la degeneración de la Internacional, contra la teoría del «socialismo en un solo país» y la contrarrevolución staliniana; el rechazo de los Frentes Populares y de los bloques de la Resistencia; la dura obra de restauración de la doctrina y del órgano revolucionarios, en contacto con la clase obrera, fuera del politiqueo personal y electoralesco.

Los fórmulas sintéticos marcan una huella, no pretenden ilustrarla. Pero un rasgo distintivo de nuestro movimiento salta inmediatamente a la visto del lector. Poro nosotros, contrariamente a la mirlada de «actualizadores» del marxismo, existe una lineo continua, inmutada e inmutable, que define al Partido Comunista precisamente porque supera y sorteo los altos y los bajos, los retrocesos y los avances, las pocas pero gloriosas victorias y las muchas devastadoras derrotas de la clase obrera en el difícil curso de su lucha emancipadora. Más aún, el proletariado exista como clase sólo gracias al persistir ininterrumpido de esta línea: ella no refleja de hecho su posición temporal, y a menudo contradictoria, en este o aquel punto de su camino, en el espacio y en el tiempo, sino la dirección en la que se mueve necesariamente partiendo de su condición de clase explotada y subalterno para alcanzar la de clase dominante y, de aquí, en todos los países, la supresión de todas las clases, el comunismo. La doctrina marxista conoce los necesarios traspasos y medios indispensables, como la meto final de este camino, cuyas condiciones materiales son creadas por el propio modo de producción capitalista, pero que no cae del cielo y debe ser recorrido hasta el fin luchando.

Por ello Lenin dice, parafrasando un célebre pasaje de Marx, que sólo es marxista quien extiende el reconocimiento de la lucha de clase hasta el reconocimiento de la dictadura del proletariado como su producto necesario y como transición obligada
«a la supresión de todas las clases y a una sociedad sin clases».

Limitarse a reconocer la lucha de clases y el antagonismo de intereses entre el capital y el trabajo, significa de hecho registrar el hecho crudo de lo que el proletariado es en la sociedad burguesa, pero significa también excluir lo que el mismo determinismo histórico le impone para poder liberarse de la explotación a la cual está condenado en las relaciones de producción capitalistas: volverse el arma de la destrucción violenta del poder estatal burgués que preside y defiende aquel sistema de relaciones, y de la instauración de su propia dictadura, «fase política de transición» (Marx) en el proceso de la «transformación revolucionaria de la sociedad comunista». Significa aceptar la subyugación en que el proletariado no cesa de vivir en el ámbito de la sociedad burguesa aun cuando luche por la defensa de sus intereses inmediatos contra el yugo del capital, e implica negarle la tarea histórica de su propia emancipación y, al mismo tiempo, de la humanidad, que precisamente y exclusivamente hace de él una clase, la «partera de una nueva sociedad».

Esta línea que enlazo el pasado y el presente de la clase obrera a su futuro, no es otra cosa que la teoría, el programa, los principios del comunismo revolucionario, y en tanto se conserva inmutada por encima de las vicisitudes de la lucha entre las clases en cuanto se encarno en un partido que la hace suya sin reservas, en una organización que la defiende, lo propugno, y la traduce en acción. Es por ello que Marx escribe en el «Manifiesto del Partido Comunista» que:
«Los comunistas luchan por alcanzar los objetivos e intereses inmediatos de la clase obrera; pero, al mismo tiempo, defiende dentro del movimiento actual el porvenir del movimiento mismo»;
y agrega, porque el proletariado «no tiene patria» y tiende en cuanto clase a finalidades que van más allá de todo horizonte de categoría, de localidad, de fábrica, de taller, etc.:
«Los comunistas se distinguen en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado que son independientes de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre el interés del movimiento en su conjunto».

Es la totalidad de estos postulados lo que distingue a los comunistas, y vedo considerar como tales a todos aquellos que reniegan del carácter internacional tanto del fin a que tiende el movimiento proletario come de la lucha para alcanzarlo; que reniegan de la identitad de este fin y esta lucha con los intereses tanto del movimiento en su conjunto como de su provenir; que reniegan de la necesidad de la revolución violenta y de la dictadura proletaria como paso obligado al socialismo; que reniegan de la indispensabilidad del partido, armado con esa ciencia única que es el marxismo, como órgano de esta lucha gigantesca. Ningún anillo de esta cadena puede ser roto sin que la cadena misma se quiebre, y sin que el proletariado sea precipitado en la aceptación servil y resignada de su condición, considera como eterna, de clase explotada.

Esta es la doctrina que, nacida en bloque hace un siglo medio, y codificada por Marx y Engels en textos a los que nada hay que agregar y en los que nada hay que «innovar», fue restablecida integralmente por Lenin contra la traición socialdemócrata, contra toda capitulación ante el «presente» y contra toda renuncio al «porvenir» del movimiento proletario, contra toda subordinación de sus finalidades e intereses globales a presuntas finalidades e intereses inmediatos y nacionales, contra todo abandono de los principios de la conquista revolucionaria del poder y de su ejercicio dictatorial, en favor de vías supuestas más seguras y menos atormentadas propias del gradualismo legalista, democrático y parlamentario.

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La lucha no sólo por mantener esta línea intacta contra las presiones materiales, políticas e ideológicas de la sociedad burguesa, sino también para grabar cada vez más claramente sus rasgos esenciales a través de las terribles pero saludables confirmaciones de la historia, y por organizar en torno de aquel hilo rojo, reanudándolo cuando se habla roto, la vanguardia combatiente de la clase obrera y partir al asalto de las fortalezas estatales capitalistas, fue una lucha a la vez doctrinal, programática, política, táctica y organizativa, pues los comunistas no son apóstoles de un nuevo «credo» o ascetas a la espera del Mesías, sino militantes de una gigantesca guerra social.

Fue la lucha de Marx y Engels por destruir en el seno de la primera Internacional el virus del proudhonismo que negaba la lucha reivindicativa, las huelgas y la organización económica del proletariado; del bakuninismo que rechazaba el partido y la dictadura ejercida centralmente por aquél en nombre y en el interés de la clase; el virus del «cretinismo parlamentario» que se había infiltrado sutilmente entre las filas proletarias gracias al ambiente social circundante. Fue la lucha de Lenin en Rusia contra el populismo, el economismo, el legalismo, el menchevismo y a escala internacional, primero contra el revisionismo bernsteiniano y después contra la capitulación ante la guerra imperialista; fue la lucha no sólo durante el conflicto, sino también por el derrotismo revolucionario y la transformación de la guerra imperialista en guerra civil. Fue la lucha para vencer todas las vacilaciones las inercias de la pasividad y el legalismo, los titubeos inspirados en el respeto de «las normas del juego democrático», y por la conquista dictatorial del poder en el fulgurante Octubre de 1917, sentando simultánemente las bases de la Internacional Comunista finalmente reconstituida.

«La Internacional Comunista se propone combatir con todos los medios, incluso con las armas en la mano, por el derrocamiento de la burguesía internacional y la creación de la República internacional de los Soviets como estadio de transición hacia la completo supresión del Estado»
proclamaron solemnemente los comunistas de todos los países reunidos en Moscú en julio de 1920, recogiendo y reafirmando la línea que «va de Marx a Lenin».

«La Internacional Comunista considero que la dictadura del proletariado es el único medio que permite liberar a la humanidad de los horrores del capitalismo. La guerra imperialista ha enlazado estrechamente el destino de los proletarios de todos los otros países. La guerra imperialista ha vuelto a confirmar todo cuanto habla sido dicho en los Estatutos generales de la Primera Internacional: la emancipación de los trabajadores es un problema no local ni nacional, sino internacional. (…) La Internacional Comunista sabe que, para lograr más rapidamente la victoria en su lucha por la supresión del capitalismo y la creación del comunismo, la asociación de los trabajadores debe poseer una organización rígidamente centralizada. Esta debe constituir de verdad en los hechos, un partido comunista unitario del mundo entero. Los partidos actuantes en cada país sólo figuran como sus secciones. El aparato organizativo de la Internacional Comunista debe asegurar a los obreros de cada país la posibilidad de recibir en todo momento la mayor ayuda posible de los proletarios organizados de los otros países».

Esta es la línea que va de Marx a Lenin y a la fundación de la Internacional Comunista, y que niega en su ámbito, todo derecho de ciudadanía a los liquidadores de la dictadura proletaria como vía única al socialismo y a los predicadores de las mil y una vías nacionales de la emancipación de la clase trabajadora.

Es sobre esta línea que se constituyo en enero de 1921 el Partido Comunista de Italia, en cuyo programa esta sintetizado el patrimonio teórico, programático y táctico del comunismo.

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Baluarte y destacamento de vanguardia de la revolución proletaria mundial, el Poder bolchevique, se ejercía en un país que tenía una base económica espantosamente atrasada y, en gran medida, precapitalista. La estrategia comunista consistió pues en trabajar para preparar en todos los países el instrumento indispensable de la revolución proletaria, el Partido de clase, y en estrechar en torno suyo a la vanguardia decisiva de un proletariado que en todo el mundo, pero sobre todo en Europa Central, y en general en las áreas del capitalismo desarrollado, había emergido de la matanza mundial y del caos de la posguerra con una espléndida voluntad de lucha y con un espíritu de abnegación indomable. Sabia que únicamente el triunfo de la revolución en los países desarrollados, y ante todo en Alemania, habría permitido a la Rusia bolchevique avanzar económicamente hacia el socialismo, a condición de mantenerse sólidamente ejerciendo el poder político indiviso, quemando las etapas del fatigoso tránsito al extremo limite del capitalismo de Estado de una economía que, sobre todo en el campo, era preburguesa.

Armados de la doctrina marxista, que había sido restablecida sobre sus fundamentos por el partido de Lenin, sólidamente aferrados a la disciplina internacional y a su centralización rigurosa, aquellos partidos hubieran derivado su estrategia y su misma razón de ser del reconocimiento de que los partidos reformistas, que Lenin llamaba «partidos obreros-burgueses», como la socialdemocracia en todas sus variantes, están en adelante constreñidos por los objetivos que se han fijado al romper con los principios basilares del marxismo, y por ende por su integración más o menos directa en el Estado burgués, a desarrollar un papel contrarrevolucionario irreversible en la dinámica social.

La tragedia del proletariado mundial en la primera posguerra consistió en que al gigantesco esfuerzo de los bolcheviques por controlar y dominar las fuerzas burguesas y pequeño burguesas nacientes del subsuelo económico y social ruso, y por extender el incendio revolucionario a todo el mundo, no le correspondió un proceso de formación orgánica y rigurosa de los Partidos Comunistas en el área crucial de la Europa plenamente capitalista. Las tradiciones democráticas, parlamentarias, legalistas y pacifistas, pesaban demasiado sobre el movimiento obrero occidental, y la dirección de la Internacional (a la cual, por lo demás, nuestro corriente fue siempre la última en endosarle la responsabilidad de un curso histórico que tenía sus origines en el pútrido mundo burgués occidental) no siempre tuvo la conciencia lúcida de que la inflexibilidad con la cual Lenin y su partido habían luchado durante toda una veintena de años contra el oportunismo, y la decisión con que habían conquistado el poder y excluido no sólo a los partidos obreros conciliadores, debían ejercerse aún más radical y consecuentemente allí donde la revolución burguesa era un hecho consumado desde hacia más de medio siglo. Apremiaba una selección rigurosa en el seno de los viejos partidos socialistas: desde este punto de vista, hubo largueza en la aceptación de las adhesiones, con la perspectiva generosa de que los despojos del pasado arderían en la pila encendida en Petrogrado y Moscú. Apremiaba establecer una táctica bien delimitada que al agavillar los proletarios en torno del partido revolucionario marxista en el terreno de la defensa de las condiciones de vida y de trabajo dentro de la sociedad burguesa, lo arrancase no solamente de la influencia del reformismo, sino también de la ilusión de que los tránsfugas de la línea «que va de Marx a Lenin y a la Internacional Comunista» pudiesen alguna vez ser recuperados para la causa de la revolución proletaria. Ello habría permitido a la clase obrera defenderse eficazmente incluso de la contrarrevolución burguesa fascista y, si fuese posible, pasar al contraataque; en vez de ello, se lanzaron consignas mal definidas que, contra y por encima de las intenciones de los bolcheviques, dejaban precisamente abierto el acceso a aquella ilusión, especialmente cuando de ellas se apropiaban los viejos granujas del reformismo, o lisa y llanamente del socialpatriotismo, que acudieron prontamente en torno de la bandera de la Internacional. Se lanzó una consigna de «frente único» abierta a interpretaciones extensas, oscilantes y hasta contradictorias; de «gobierno obrero» que era presentado oro como «sinónimo de la dictadura proletaria», oro como otra vía – incluso parlamentaria – de la conquista del poder; hasta, en esa pendiente, una «bochevización» que desfiguraba la faz de los partidos, y que amenazaba con transformarlos en algo similar a los partidos laboristas, cancelando poco a poco su delimitación – tan neta al inicio – con respecto a los partidos y movimientos campesinos en los países capitalistas mismos, y a los partidos nacionalrevolucionaríos en los colonias, preludiando así a la desventurada reedición en China de la menchevique «revolución por etapas».

Fue incluso como consecuencia de este progresivo relajamiento de las redes de la organización y de la táctica que la Internacional, en vez de controlar y dirigir el proceso de decantación de los partidos comunistas, liberándolos de las influencias del socialismo tradicional, termino por ser condicionada por partidos occidentales que sólo eran nominalmente comunistas, con un doble resultado ruinoso: la perspectiva de la revolución mundial, en vez de acercarse, se alejó a corto plazo y, en la misma medida, las fuerzas sociales burguesas que presionaban la dictadura bolchevique del interior de Rusia y, sobre todo, del exterior, se robustecieron hasta arrollar a lo que había sido el mejor órgano de dirección del Octubre revolucionario y de la guerra civil. El stalinismo no fue más que la expresión de esta inversión de las relaciones de fuerza mundiales entre las clases. Debió masacrar a la Vieja Guardia para avanzar sin ser perturbado en la vía de la acumulación capitalista; antes de ello, debía encubrir su papel contrarrevolucionario con la bandera del «socialismo en un solo país», progenitor de las vías «nacionales, pacificas y democráticas al socialismo», y candidato a la sucesión de la socialdemocracia en el convocar a los proletarios de todos los países a la matanza recíproca en los frentes del segundo conflicto imperialista.

Por ello, la línea que de Marx a Lenin había conducido a la constitución de la Tercera Internacional y a sus primeros años de fulgor, se prolonga para nosotros con la lucha de la Izquierda italiana contra las primeras manifestaciones de un peligro oportunista (solamente peligro al inicio; cruda realidad determinada materialmente más tarde) en el seno del Comintern, y con la batalla, conducida en 1926 paralelamente a la Oposición rusa, contra el stalinismo y su ascenso al vértice del Estado soviético y de la que fue la Internacional de Lenin.

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Enmascarado cínicamente entre 1928 y 1932 con un barniz de falsa izquierda, el stalinismo significó el desarme político y organizativo del proletario ante la ofensiva nazifascista; inmediatamente después, significó su desarme ulterior en los frentes populares en Francia y, sobre todo, en España, donde extinguió la llama renaciente de la lucha de clase en nombre de la defensa del régimen republicano y por medio de la coalición gubernamental con partidos burgueses y oportunistas. Significo la adhesión a la segunda matanza mundial bajo el estandarte de la libertad y de la patria, la entrada de los partidos «comunistas» en frentes ya no sólo populares sino también resistenciales y nacionales, su participación después de la guerra en los gobiernos de reconstrucción nacional, su coherente paso final con el repudio ya hasta formal de la dictadura del proletariado y del internacionalismo, y su candidatura explícita a la salvación de la economía nacional en crisis y de las instituciones democráticas en estado de coma.

Por ello, la línea que conduce de Marx y Engels a Lenin, a la fundación de la Internacional Comunista, a la lucha de la Izquierda primero contra la degeneración de la misma Internacional y después contra la contrarrevolución staliniana, es inseparable para nosotros de la histórica lucha contra los frentes populares, de guerra, nacionales y contra todas sus derivaciones, hasta las más recientes manifestaciones de un oportunismo que por su virulencia no encuentra correspondencia ni siquiera en los anales sangrientos de la vieja social-democracia alemana. Esta línea es inseparable de la denuncio, sea del curso esencialmente fascista – aun cuando esté recubierto con democracia – del imperialismo capitalista con su centro en Washington, sea del falso socialismo reinante en Moscú o Pekín, basado su la producción de mercancías, en el trabajo asalariado y en todas las otras categorías económicas burguesas.

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La reanudación del hilo rojo de la doctrina, del programa, de los principios, de la táctica, de los métodos de organización del comunismo revolucionario impone, para nosotros, el retorno a la visión mundial de la Internacional Comunista en los años de su constitución, completándola, en el plano organizativo y táctico, con el balance que, confirmando la batalla tenaz de la Izquierda, fue aportado por la historia del último medio siglo, y que nuestro partido no ha cesado de extraer en esta posguerra, sobre todo después de 1952, en una larga serie de escritos que fueron publicados en parte sobre el título «En defensa de la continuidad del programa comunista» («El Programa Comunista» № 24, 26, 29, 34–35, 40).

No hay punto de contacto entre democracia y comunismo; no existen otras vías de la emancipación proletaria que no sean aquellas que preparan la revolución proletaria ya en el presente, fuera de las instituciones oficiales burguesas y contra ellas, sean las que sean, democráticas o fascistas; dicha preparación excluye, incluso como medio de agitación, recurrir a las tribunas electorales y, lo que es peor aún, parlamentarias; se lleva a cabo, por un lado, a través de la participación constante en las luchas inmediatas de la clase obrera en defensa de sus condiciones de vida y de trabajo, por su extensión, reforzamiento y desarrollo sobre bases y con medios clasistas, y, por otro, a través de la propaganda incansable del fin último del movimiento proletario, con relación al cual la lucha reivindicativa es una escuela – pero sólo una escuelade guerra, a condición de ser conducida consecuentemente no olvidando ni ocultando jamás sus limites; a través de la organización en torno al partido de los proletarios conscientes de las vías y de los presupuestos insoslayables de la victoria final; a través del acrecentamiento del potencial de los organismos inmediatos que nacen de,. la lucha económica y sindical como reacción a la deserción de las centrales sindicales y que contienen en germen un potencial de desarrollo en un sentido incluso político; y, finalmente, a través de la batalla en el seno de estas últimas con la perspectiva, que no puede excluirse siempre así como no puede siempre considerarse como posible, de reconquistarías, en una situación (hoy lejana) de altísima tensión social, no sólo a la tradición roja, sino también a la dirección comunista.

En este camino no hay lugar ni para la ilusión espontaneista (por desgracia siempre renaciente) de una revolución y de una dictadura proletaria que no sean preparadas ni dirigidas por el Partido, ni para la quimera trotskista de una crisis fatal del capitalismo, el que sólo necesitaría la sacudida de una vanguardia organizada para derrumbarse, a través de una etapa intermedio de «gobiernos obreros» compuestos de partidos que pasaron con armas y pertrechos al campo de la contrarrevolución, pero que serian supuestamente regenerables gracias al empuje de las masas en fermento y al hábil maniobrar comunista, así como serian reconquistables a la causa del proletariado revolucionario los «Estados obreros degenerados», como la URSS, China, Cuba y semejantes. Si con el espontaneismo obrerista renace un adversario secular del marxismo, con el ilusionismo «trotskista» (adjetivo del cual Trotsky – a pesar de sus errores – seria hoy día el primero en enrojecer) renacen, infinitamente empeorados, los extravíos tácticos de la Internacional decadente, y, sobre su tronco, esas desviaciones de principio de la sana doctrina que sólo pueden explicar que se confundan las nacionalizaciones en la industria y la planificación económica, tomadas en si y por sí, con el socialismo.

Hoy en día, más que nunca, el proletariado tiene necesidad de claridad acerca de los fines, de las vías y de los medios de su emoncipacion. Nosotros esforzamos en trabajar por este esclarecimiento, sin arrogancia pero sin vacilaciones, conscientes de caminar, «pequeño grupo compacto por un camino escarpado y difícil», pero decididos, fieles a la lección de Lenin, a combatir
«no sólo contra el pantano, sino incluso contra los que se encaminan hacia él».

Ello exige la dura obra de restauración de la doctrina y del órgano revolucionarios, en contacto con la clase obrera, fuera del politequeo personal y electoralesco.


Source: artículo publicado en «El Programa Comunista» № 21, septiembre de 1976

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