Ciertamente, España no se encontró entre los países de Europa más utilizados por Marx y Engels para el desarrollo de sus investigaciones, tanto en terreno económico como político. Naturalmente esto obedece a hechos materiales, pues en España, tanto la gran burguesía políticamente, así como el desarrollo del capitalismo, se encontraban mucho más atrasados que en países como Inglaterra y Francia, países fundamentales para el estudio marxista de las relaciones de producción económicas y políticas más avanzadas.
No obstante para Marx y Engels, algunos acontecimientos históricos y políticos en la historia de España son del máximo interés, y el marxismo no podía menospreciarlos ni tan siquiera mínimamente.
De toda la obra de Marx y Engels sobre España, destacan sobre el resto, por su profundidad en el análisis y extensión, los siguientes escritos:
– «La España revolucionaria». Son una serie de artículos de Marx publicados en el «New York Daily Tribune» en 1854.
– «La revolución en España». Son también artículos de Marx publicados en el mismo periódico en 1856.
– «Informe sobre la Alianza de la Democracia Socialista presentado al Congreso de La Haya en nombre del Consejo General». Hecho por Engels.
– Fragmentos de «La Alianza para la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores». Es la parte de este trabajo hecho en el seno de la Internacional por Marx y Engels, en lo que se refiere a España.
– «Los bakuninistas en acción. Memoria sobre los levantamientos en España en el verano de 1873». Escrito por Engels en septiembre y octubre de 1873.
Aunque no se pueden dejar de mencionar otros artículos de Marx y Engels acerca de España, publicados sobre todo en el «New York Daily Tribune», así como la correspondencia e informes de la Internacional, que Marx y Engels escribieron para los miembros de esta Asociación.
«Quizás no haya otro país, excepto Turquía, tan poco conocido y erróneamente juzgado por Europa como España. Los innumerables pronunciamientos locales y rebeliones militares han acostumbrado a Europa a equipararía a la Roma imperial de la era pretoriana. Este es un error tan superficial como el que cometían en el caso de Turquía quienes daban por extinguida la vida de esta nación porque su historia oficial en el pasado siglo habíase reducido a revoluciones palaciegas y motines de los genízaros. El secreto de esta equivocación reside sencillamente en que los historiadores, en vez de medir los recursos y la fuerza de estos pueblos por su organización provincial y local, bebían en las fuentes de sus anales cortesanos. Los movimientos de lo que se ha dado en llamar el Estado afectaron tan poco al pueblo español, que éste dejaba gustoso ese restringido dominio a las pasiones alternativas de favoritos de la Corte, soldados, aventureros, y unos cuantos hombres llamados estadistas, y ha tenido muy pocos motivos para arrepentirse de su indiferencia. El carácter de la moderna historia de España merece ser conceptuado de modo muy distinto a como ha sido hasta ahora, por lo que aprovecharé la oportunidad para tratar este asunto en una de mis próximas cartas. Lo más que puedo advertir aquí es que no será una gran sorpresa si ahora, arrancando de una simple rebelión militar, estalla en la península un movimiento general, puesto que los últimos decretos financieros del Gobierno han convertido al recaudador de contribuciones en un propagandista revolucionario de la máxima eficacia.» («New York Daily Tribune» 21–7–1854)
En esta serie de artículos Marx analiza la situación española de 1807 a 1820, si bien en el primer artículo da un repaso a los acontecimientos más importantes en España desde unos siglos antes.
«Las insurrecciones son tan viejas en España como el gobierno de los favoritos de Palacio contra los cuales han ido usualmente dirigidas. Así, a finales del siglo XIV, la aristocracia se rebeló contra el rey Juan II y su valido don Alvaro de Luna. En el XV se produjeron conmociones más serias aún contra el rey Enrique IV y la cabeza de su camarilla, don Juan de Pacheco, marqués de Villena. En el siglo XVII, el pueblo de Lisboa despedazó a Vasconcellos, el Sartorius del virrey español en Portugal, lo mismo que hizo el de Barcelona con Santa Coloma, privado de Felipe IV. A finales del mismo siglo, durante el reinado de Carlos II, el pueblo de Madrid se levantó contra la camarilla de la reina, compuesta de la condesa de Berlepsch y los condes de Oropesa y de Melgar, que habían impuesto un arbitrio abusivo sobre todos los comestibles que entraban en la capital y cuyo producto se repartían entre ellos. El pueblo se dirigió al Palacio Real y obligó al rey a salir al balcón y a denunciar él mismo a la camarilla de la reina. Fue después a los palacios de los condes de Oropesa y de Melgar, los saqueó, los incendió e intentó prender a sus propietarios, los cuales, sin embargo, tuvieron la buena suerte de escapar a costa de un destierro perpetuo. El acontecimiento que provocó el levantamiento insurreccional en el siglo XV fue el tratado alevoso que el favorito de Enrique IV, el marqués de Villena, había concluido con el rey de Francia, en virtud del cual Cataluña debía ser entregada a Luis XI. Tres siglos más tarde el tratado de Fontainebleau – concluido el 27 de octubre de 1807 con Bonaparte por el valido de Carlos IV y favorito de la reina, don Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, sobre el reparto de Portugal y la entrada de los ejércitos franceses en España- produjo una insurrección popular en Madrid contra Godoy, la abdicación de Carlos IV, la subida al trono de su hijo Fernando, la entrada del ejército francés en España y la subsiguiente guerra de independencia. Así, la guerra de independencia española comenzó con una insurrección popular contra la camarilla personificada entonces en don Manuel Godoy, lo mismo que la guerra civil del siglo XV se inició con el levantamiento contra la camarilla personificada en el marqués de Villena. Así mismo la revolución de 1854 ha comenzado con el levantamiento contra la camarilla personificada en el Conde de San Luis.
A despecho de estas repetidas insurrecciones, en España no ha habido hasta el presente siglo una revolución seria, a excepción de la guerra de la Junta Santa en los tiempos de Carlos I, o Carlos V, como le llaman los alemanes.»
Es necesario aquí, resaltar esta característica histórica de la burguesía española, es decir su debilidad como clase histórica con un papel revolucionario que cumplir, su falta de determinación para organizar a las masas pobres, en favor de sus propios intereses como burguesía, además de carecer de un movimiento intelectual y teórico que alentara a ello de forma decidida. Incluso en los alzamientos armados del s. XIX que Marx analiza más de cerca, como veremos, a pesar de que las masas intervienen de manera decidida en no pocas ocasiones, los políticos del liberalismo burgués, así como los generales del ejército al frente de estas sublevaciones por reformas liberales, o bien retrocedían y se acongojaban al ver a las masas en movimiento dispuestas a la lucha, o bien cuando llegaron al poder, en las ocasiones que lo hicieron, fueron incapaces de aplicar las reformas radicales liberales y se convirtieron en colaboradores de la monarquía.
Algo bien distinto fue la guerra civil, llamada también guerra de las comunidades, que las ciudades de Castilla representadas en la Junta Santa llevaron a cabo contra el absolutismo de Carlos V, el cual decidió acabar con las ventajas y favores que las ciudades tenían, subir las alcabalas (impuesto sobre todo lo que se vendía o permutaba) y conceder los cargos públicos al mejor postor, para financiar los altos costes del Imperio; mientras tanto las ciudades representadas en la Santa Junta y anteriormente en las Cortes, pretendían abandonar el Imperio y poner de reina a Doña Juana, que de hecho estaría por debajo de las decisiones de la Santa Junta, la cual se consideraba a asamblea representativa y gobierno de la nación. Detrás de este alzamiento armado revolucionario de las ciudades, se hallaban principalmente las clases medias urbanas: artesanos, mercaderes, pequeños propietarios, incluso clérigos, letrados, etc. cuyas pretensiones chocaban con los intereses del absolutismo de Carlos I y limitaban el poder de la aristocracia, ésta a su vez tenía como aliada a la gran burguesía ligada al comercio internacional, esta connivencia de la aristocracia con la burguesía supone también otra característica en el desarrollo de la historia española.
Algunos autores dan como explicación a la derrota de las ciudades de Castilla, los altos objetivos políticos burgueses que se marcaron para la época en la que tuvieron lugar los hechos. El caso es que los comuneros fueron derrotados por fuerzas reaccionarias superiores militarmente y esos objetivos tuvieron que esperar siglos.
«El motivo inmediato, como de costumbre, lo dio la camarilla que, bajo los auspicios del virrey, cardenal Adriano, un flamenco, exasperó a los castellanos por su rapaz insolencia, por la venta de los cargos públicos al mejor postor y por el tráfico abierto con las sentencias judiciales. La oposición a la camarilla flamenca era solo la sobrefaz del movimiento; en el trasfondo estaba la defensa de las libertades de la España medieval frente a las ingerencias del moderno absolutismo. La base material de la monarquía española había sido establecida por la unión de Aragón, Castilla y Granada bajo el reinado de Fernando el Católico e Isabel I. Carlos I intentó transformar esa monarquía, aún feudal, en una monarquía absoluta. […] Desde el punto de vista de la autonomía municipal, las ciudades de Italia, Provenza, Galia septentrional, Gran Bretaña y parte de Alemania ofrecen clara similitud con el estado en que entonces se hallaban las ciudades españolas; pero ni los Estados Generales franceses ni el Parlamento inglés de la Edad Media pueden ser comparados con las Cortes españolas. En la formación de la monarquía española se dieron circunstancias particularmente favorables para la limitación del poder real. De un lado, durante el largo pelear contra los árabes, la península iba siendo reconquistada por pequeñas partes, que se constituían en reinos separados. Durante ese pelear se adoptaban leyes y costumbres populares. Las conquistas sucesivas, efectuadas principalmente por los nobles, otorgaban a estos un poder excesivo, en tanto mermaban la potestad real. De otro lado, las ciudades y poblaciones del interior alcanzaron gran importancia debido a la necesidad en que las gentes se veían de residir en plazas fuertes, como medida de seguridad frente a las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la configuración peninsular del país y el constante intercambio con Provenza e Italia dieron lugar a la creación de ciudades comerciales y marítimas de primera categoría en las costas. En el siglo XIV, las ciudades constituían ya la parte más poderosa de las Cortes, las cuales estaban compuestas de representantes de aquéllas junto con los del clero y la nobleza. También merece la pena subrayar el hecho de que la lenta redención del dominio árabe mediante una lucha tenaz de cerca de ochocientos años dio a la península, una vez totalmente emancipada, un carácter muy diferente del que presentaba la Europa de aquel tiempo. España se vio, en la época de la resurrección europea, con las costumbres de los godos y de los vándalos en el norte, y de los árabes en el sur.
Cuando Carlos I volvió de Alemania, donde le había sido conferida la dignidad imperial, […] empezó la hostilidad entre de San Luis y las ciudades. Como consecuencia de las intrigas reales, estallaron en Castilla numerosas insurrecciones, se constituyó la Junta Santa de Ávila, y las ciudades convocaron la asamblea de las Cortes en Tordesillas, las cuales, el 20 de octubre de 1520, dirigieron al rey una «protesta contra los abusos». Éste respondió privando de sus derechos personales a todos los diputados reunidos en Tordesillas. Así, la guerra civil se había hecho inevitable. Los comuneros llamaron a las armas: sus soldados mandados por Padilla, se apoderaron de la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron derrotados finalmente el 23 de abril de 1521 por fuerzas superiores en la batalla de Villalar. Las cabezas de los principales «conspiradores» rodaron por el cadalso, y las antiguas libertades de España desaparecieron.
Diversas circunstancias se conjugaron a favor del creciente poder del absolutismo. La falta de unión entre las diferentes provincias privó a sus esfuerzos del vigor necesario; pero sobre todo, Carlos utilizó el enconado antagonismo entre la clase de los nobles y la de los ciudadanos para debilitar a ambas. Ya hemos mencionado que desde el siglo XIV la influencia de las ciudades predominaba en las Cortes, y desde el tiempo de Fernando el Católico, la Santa Hermandad[1] había demostrado ser un poderoso instrumento en manos de las ciudades contra los nobles de Castilla, que acusaban a éstas de intrusiones en sus antiguos privilegios y jurisdicción. Por lo tanto la nobleza estaba deseosa de ayudar a Carlos I en su proyecto de suprimir la Junta Santa. Habiendo derrotado la resistencia armada de las ciudades, Carlos se dedicó a reducir sus privilegios municipales, con lo que decayeron rápidamente su población, riqueza e importancia y pronto se vieron privadas de su influencia en las Cortes. […] El tercer elemento que constituía antiguamente las Cortes, a saber, el clero, alistado desde los tiempos de Fernando el Católico bajo la bandera de la Inquisición, había dejado de identificar sus intereses con los de la España feudal. Por el contrario, mediante la Inquisición, la iglesia se había transformado en el más poderoso instrumento del absolutismo.
Si después del reinado de Carlos I la decadencia de España, tanto en el aspecto político como en el social, ha exhibido todos los síntomas de ignominiosa y lenta putrefacción que fueron tan repulsivos en los peores tiempos del Imperio turco, en los de dicho emperador las antiguas libertades fueron al menos enterradas en un sepulcro suntuoso. Eran los tiempos en que Vasco Nuñez de Balboa hincaba la bandera de Castilla en las costas de Darién, Cortés en México, y Pizarro en Perú; en que la influencia española tenía la supremacía en Europa, y la imaginación meridional de los iberos se encandilaba con la visión de Eldorado, de aventuras caballerescas y de una monarquía universal. Entonces desapareció la libertad española en medio del fragor de las armas, de los ríos de oro y de los tétricos resplandores de los autos de fe.
Pero, ¿cómo podemos explicar el singular fenómeno de que, pasados casi tres siglos de dinastía de los Habsburgo, seguida de una dinastía borbónica – cualquiera de las dos harto suficiente para aplastar a un pueblo –, las libertades municipales de España sobrevivan en mayor o menor grado? ¿Cómo podemos explicar que precisamente en el país donde la monarquía absoluta se desarrolló en su forma más acusada antes que en todos los demás Estados feudales, jamás haya conseguido arraigar la centralización? La respuesta no es difícil. Fue en el siglo XVI cuando se formaron las grandes monarquías, que se erigieron en todas las partes sobre la base de la decadencia de las clases feudales en conflicto: la aristocracia y las ciudades. Pero en los otros grandes Estados de Europa la monarquía absoluta se presenta como un centro civilizador, como la iniciadora de la unidad social. Allí era la monarquía absoluta el laboratorio en que se mezclaban y trataban los distintos elementos de la sociedad hasta permitir a las ciudades trocar la independencia local y la soberanía medievales por el dominio general de las clases medias y la común preponderancia de la sociedad civil. En España, por el contrario, mientras la aristocracia se hundía en la decadencia sin perder sus privilegios más nocivos, las ciudades perdían su poder medieval sin ganar en importancia moderna.
Desde el establecimiento de la monarquía absoluta, las ciudades han vegetado en un estado de continua decadencia. No podemos examinar aquí las circunstancias, políticas o económicas, que han destruido en España el comercio, la industria, la navegación y la agricultura. Para nuestro actual propósito basta recordar simplemente el hecho. A medida que declinaba la vida comercial e industrial de las ciudades, se hacían más raros los intercambios internos y menos frecuentes las relaciones entre los habitantes de las distintas provincias, los medios de comunicación se fueron descuidando, y los caminos reales quedaron gradualmente abandonados. Así, la vida local de España, la independencia de sus provincias y de sus municipios, la diversidad de su vida social, basada originalmente en la configuración física del país y desarrollada históricamente en función de las diferentes formas en que las diversas provincias se emanciparon de la dominación mora y crearon pequeñas comunidades independientes, se afianzaron y acentuaron finalmente a causa de la revolución económica que secó las fuentes de la actividad nacional. Y como la monarquía absoluta encontró en España elementos que por su misma naturaleza repugnaban a la centralización, hizo todo lo que pudo para impedir el crecimiento de intereses comunes derivados de la división nacional del trabajo y de la multiplicidad de los intercambios internos, única base sobre la cual puede crearse un sistema uniforme de administración y de aplicación de leyes generales. Así pues, la monarquía absoluta en España, que solo por encima se parece a las monarquías absolutas europeas en general, debe ser clasificada más bien junto a las formas asiáticas de gobierno. España, como Turquía, siguió siendo una aglomeración de repúblicas mal administradas con un soberano nominal a su cabeza. El despotismo cambiaba de carácter en las diferentes provincias según la interpretación arbitraria que a las leyes generales daban virreyes y gobernadores; si bien el gobierno era despótico, no impidió que subsistiesen las provincias con sus diferentes leyes, costumbres, monedas, banderas militares de colores distintos y sus respectivos sistemas de contribución. El despotismo oriental solo ataca la autonomía municipal cuando esta se opone a sus intereses directos, pero permite de buen grado la supervivencia de dichas instituciones en tanto que éstas le eximen del deber de hacer algo y le evitan la molestia de ejercer la administración con regularidad.»
En una carta del 17 de octubre de 1854, escribía Marx a Engels:
«El estudio detenido de las revoluciones españolas permite aclarar el hecho de que estos mozos necesitaron unos cuarenta años para demoler la base material de la dominación de los curas y la aristocracia, pero en ese tiempo lograron hacer una revolución completa en el viejo régimen social.»
El movimiento revolucionario, que se inició en 1808 mezclado con la guerra de Independencia, que dio lugar a las Cortes de Cádiz y a la Constitución de 1812, se puede decir que en 1854–56 había dado ya resultados sustanciales, para la burguesía liberal. Si bien es cierto, que en España no hubo un período relativamente corto revolucionario, en el que la sociedad se convulsionara transformándola completamente, como pudo ser, salvando las diferencias, el de Francia de 1789 a 1794, la transformación española aun habiendo durado más no fue menos sangrienta.
Se pueden distinguir cuatro oleadas revolucionarias más o menos definidas: la primera 1808–1814, con la guerra de Independencia; la segunda 1820–1823, el Trienio Liberal; la tercera 1833–1843, la primera guerra carlista de 1833 a 1840 y después la regencia de Espartero de 1841 a 1843; y la cuarta 1854–1856, en ésta, las reformas económicas fueron escasas, pero las experiencias políticas fueron importantes. De estos cuatro períodos, el más decisivo y fructífero en lo que respecta a la introducción de medidas económicas burguesas, fue el de la guerra de los liberales o isabelinos contra los carlistas en la guerra civil que estalló a la muerte de Fernando VII, que duró ocho años y acabó con la derrota de los últimos.
«Así ocurrió que Napoleón, quien, como todos sus contemporáneos, creía a España un cadáver exámine, se llevó una sorpresa fatal al descubrir que, si el Estado español yacía muerto, la sociedad española estaba llena de vida y rebosaba, en todas sus partes, de fuerza de resistencia. […] Al no ver nada vivo en la monarquía española, salvo la miserable dinastía que había puesto bajo llave, se sintió completamente seguro de que había confiscado a España. Pero pocos días después de su golpe de mano recibió la noticia de una insurrección en Madrid. Cierto que Murat aplastó el levantamiento, matando a cerca de mil personas; pero cuando se supo esta matanza, estalló una insurrección en Asturias que muy pronto englobó a todo el reino. Debe subrayarse que este primer levantamiento espontáneo surgió del pueblo, mientras las clases «bien» se habían sometido mansamente al yugo extranjero.
De esta forma se vio España preparada para su reciente actuación revolucionaria y se lanzó a las luchas que han marcado su desarrollo en el presente siglo.» («New York Daily Tribune» 9–9–1854).
«Cuando, a consecuencia de la matanza de Madrid y de las transacciones de Bayona, estallaron insurrecciones simultáneas en Asturias, Galicia, Andalucía y Valencia, y un ejército francés ocupaba ya Madrid, […] todas las autoridades constituidas – militares, eclesiásticas, judiciales y administrativas –, así como la aristocracia, exhortaban al pueblo a someterse al intruso extranjero. Pero había una circunstancia que compensaba todas las dificultades de la situación. Gracias a Napoleón, el país se veía libre de su rey, de su familia real y de su gobierno. Así fueron rotas las trabas que en otro caso pudieran haber impedido al pueblo español desplegar sus energías innatas. Las vergonzosas campañas de 1794 y 1795 habían probado lo poco capaz que era de resistir a los franceses bajo el mando de sus reyes y en circunstancias ordinarias. […]
De este modo, desde el mismo comienzo de la guerra de Independencia, la alta nobleza y la antigua administración perdieron toda influencia sobre las clases medias y sobre el pueblo por haber desertado en los primeros días de la lucha. A un lado estaban los afrancesados, y al otro, la nación. En Valladolid, Cartagena, Granada, Jaén, Sanlucar, La Coruña, Ciudad Rodrigo, Cádiz y Valencia, los miembros más eminentes de la antigua administración – gobernadores, generales y otros destacados personajes sospechosos de ser agentes de los franceses y un obstáculo para el movimiento nacional – cayeron victimas del pueblo enfurecido. Las autoridades existentes fueron, destituidas en todas partes. Unos meses antes del alzamiento, el 19 de marzo de 1808, las revueltas populares de Madrid perseguían la destitución del Choricero (apodo de Godoy) y sus odiosos satélites. Este objetivo fue conseguido ahora a escala nacional, y con ello la revolución interior se llevaba a cabo tal como anhelaban las masas y sin relacionarla con la resistencia al intruso. El movimiento, en su conjunto, más parecía dirigido contra la revolución que a favor de ella. Era al mismo tiempo nacional, por proclamar la independencia de España con respecto a Francia; dinástico, por oponer el «deseado» Fernando VII a José Bonaparte; reaccionario, por oponer las viejas instituciones, costumbres y leyes a las racionales innovaciones de Napoleón; supersticioso y fanático, por oponer la «santa religión» a lo que se denominaba ateísmo francés, o sea, a la destrucción de los privilegios especiales de la Iglesia romana. […]
Todas las guerras de independencia sostenidas contra Francia tienen de común la impronta de la regeneración unida a la impronta reaccionaria; pero en ninguna parte tanto como en España. […]
No obstante, si bien es verdad que los campesinos, los habitantes de los pueblos del interior y el numeroso ejército de mendigos, con hábito o sin él, todos ellos profundamente imbuidos de prejuicios religiosos y políticos, formaban la gran mayoría del partido nacional, este partido contaba, por otra parte, con una minoría activa e influyente para la que el alzamiento popular contra la invasión francesa era la señal de la regeneración política y social de España. Componían esta minoría los habitantes de los puertos de mar, de las ciudades comerciales y parte de las capitales de provincia donde, bajo el reinado de Carlos V, se habían desarrollado hasta cierto punto las condiciones materiales de la sociedad moderna. Los apoyaba la parte más culta de las clases superiores y medias – escritores, médicos, abogados e incluso clérigos –, para quienes los Pirineos no habían sido una barrera suficiente contra la invasión de la filosofía del siglo XVIII. […]
Mientras no se trataba más que de la defensa común del país, la unidad de las dos grandes banderías del partido nacional era completa. Su antagonismo no apareció hasta que se vieron frente a frente en las Cortes, en el campo de batalla por la nueva Constitución que debían redactar. La minoría revolucionaria, con objeto de estimular el espíritu patriótico del pueblo, no dudó en apelar a los prejuicios nacionales de la vieja fe popular. Por muy ventajosa que pareciera esta táctica para los fines inmediatos de la resistencia nacional, no podía menos de ser funesta para dicha minoría cuando llegó el momento propicio de parapetarse los intereses conservadores de la vieja sociedad tras esos mismos prejuicios y pasiones populares con vistas a defenderse de los planes genuinos y ulteriores de los revolucionarios.
Cuando Fernando abandonó Madrid, sometiéndose a las intimidaciones de Napoleón, dejó establecida una Junta Suprema de gobierno presidida por el infante don Antonio. Pero en mayo esta Junta había desaparecido ya. No existía ningún gobierno central, y las ciudades sublevadas formaron juntas propias, subordinadas a las de las capitales de provincia. Estas juntas provinciales constituían, en cierto modo, otros tantos gobiernos independientes, cada uno de los cuales puso en pie de guerra un ejército propio. La Junta de Representantes de Oviedo proclamó que toda la soberanía había ido a parar a sus manos, declaró la guerra a Bonaparte y envió a Inglaterra una diputación para concertar un armisticio. Lo mismo hizo más tarde la Junta de Sevilla. […]
Las juntas provinciales, que habían surgido a la vida tan de repente y con absoluta independencia unas de otras, concedían cierta ascendencia, aunque muy leve e indefinida, a la Junta Suprema de Sevilla, por considerarse esta ciudad capital de España mientras Madrid permaneciera en manos del extranjero. Así se estableció una forma muy anárquica de gobierno federal que los choques de intereses opuestos, los celos particularistas y las influencias rivales convirtieron en un instrumento bastante ineficaz para poner unidad en el mando militar y coordinar las operaciones de una campaña. […]
Hay dos circunstancias relacionadas con estas juntas: una es muestra del bajo nivel del pueblo en la época de su alzamiento, mientras que la otra iba en menoscabo del progreso de la revolución. Las juntas fueron elegidas por sufragio universal; pero ‹el celo de las clases bajas se manifestó en la obediencia›. Generalmente elegían solo a sus superiores naturales: nobles y personas de calidad de la provincia, respaldados por el clero, y rara vez a personalidades de la clase media. El pueblo era tan consciente de su debilidad que limitaba su iniciativa a obligar a las clases altas a la resistencia al invasor sin pretender participar en la dirección de esta resistencia. En Sevilla, por ejemplo, ‹el pueblo se preocupó, ante todo, de que el clero parroquial y los superiores de los conventos se reunieran para la elección de la Junta›. Así, las juntas se vieron llenas de gentes elegidas en virtud de la posición ocupada antes por ellas y muy distantes de ser jefes revolucionarios. Por otra parte, al detener su elección en estas autoridades, el pueblo no pensó en limitar sus atribuciones ni en fijar término a su gestión. Naturalmente, las juntas solo se preocuparon de ampliar las unas y de perpetuar la otra. Y así, estas primeras creaciones del impulso popular, surgidas en los comienzos mismos de la revolución, siguieron siendo durante todo su curso otros tantos diques de contención de la corriente revolucionaria cuando esta amenazaba desbordarse.» («New York Daily Tribune» 25–9–1854).
A pesar de que en general el papel de las juntas fue el que acabamos de ver, Marx más adelante, para hacer hincapié en que el elemento y el instinto revolucionario existían en España en la época de la guerra de Independencia, hace notar que algunas de estas juntas provinciales tomaron auténticas medidas revolucionarias burguesas, particularmente en Asturias y Galicia, así como hace notar también la disponibilidad de las masas a la lucha.
La independencia que en un primer momento tuvieron las juntas provinciales unas de otras, multiplicó los recursos defensivos del país ante los franceses, entre otras cosas porque les privaba a estos de un centro dirigente al que atacar o conquistar. Sin embargo, son varios los hechos que van a hacer ver la necesidad de crear una Junta Central a la que se supediten las provinciales: la rivalidad que existía entre las juntas, el temor de que Napoleón trajera a sus ejércitos que tenía por Europa ante lo cual se requería una defensa organizada, la necesidad de negociar tratados de Alianza con otras potencias, mantener el contacto con la América española y percibir sus tributos.
Esta Junta Central estaba compuesta por 35 miembros representantes de las distintas juntas provinciales, y entre los muchos actos reaccionarios que Marx nos cuenta que llevó a cabo, se encuentra la de frenar y entorpecer a esa minoría de juntas provinciales más revolucionarias a las que ya nos hemos referido. El 25 de setiembre de 1808 en Aranjuez la Junta Central comenzaba su andadura.
«Los destinos de los ejércitos reflejan en circunstancias revolucionarias más aún que en las normales la verdadera naturaleza del poder civil. La Junta Central, encargada de arrojar del suelo español a los invasores, se vio obligada, ante los triunfos de las tropas enemigas, a retirarse de Madrid a Sevilla, y de Sevilla a Cádiz, para morir allí ignominiosamente. Su reinado llevaba la impronta de una vergonzosa sucesión de derrotas, del aniquilamiento de los ejércitos españoles y, finalmente, de la atomización de la resistencia regular en hazañas de guerrillas. […]
Así pues, la situación en España en la época de la invasión francesa implicaba las mayores dificultades imaginables para crear un centro revolucionario, y la composición misma de la Junta Central la incapacitaba para estar a la altura de la terrible crisis en que se vio el país. […]
Los dos miembros más eminentes de la Junta Central, en cuyo derredor se habían agrupado sus dos grandes banderías, fueron Floridablanca y Jovellanos, víctimas ambos de la persecución de Godoy, ambos ex ministros, valetudinarios y envejecidos en los hábitos rutinarios y formalistas del dilatorio régimen español […]
Cierto es que la Junta Central incluía a unos cuantos hombres – acaudillados por don Lorenzo Calvo de Rosas, delegado de Zaragoza –, los cuales, a la vez que adoptaban las opiniones reformadoras de Jovellanos, incitaban a la acción revolucionaria. Pero eran demasiado pocos ellos y aún menos conocidos sus nombres para que pudieran sacar del camino trillado del ceremonial español la lenta carreta estatal de la Junta.
Este poder, compuesto tan torpemente, constituido con tan poca energía, acaudillado por tales sobrevivientes decrépitos, estaba llamado a realizar una revolución y a vencer a Napoleón. Si sus proclamas eran tan enérgicas como débiles sus hechos, debíase al poeta don Manuel Quintana, al que la Junta tuvo el buen gusto de nombrar secretario y de confiarle la redacción de sus manifiestos.»
Este hecho que Marx señala aquí, es decir, la diferencia entre las proclamas y escritos que la Junta Central redactaba y las acciones y voluntad para llevar a cabo lo que sobre el papel anunciaba, es lo que no perciben los que estudian de un modo academicista, y juzgan a la Junta Central y a las posteriores Cortes de 1810 que ella acaba convocando, por sus escritos y proclamas, sin reparar en lo que realmente se hizo para ponerlos en práctica. Por eso, no pocas veces se le ha dado, tanto a la Junta Central como a las Cortes de 1810, un papel revolucionario que en realidad no alcanzaron. Ya es penoso que la burguesía no tenga otras instituciones a las que reclamarse, en una época en que la burguesía todavía era revolucionaria, esto nos da una idea de la debilidad del ímpetu revolucionario burgués que España ha tenido históricamente.
«Desde el comienzo, la mayoría de la Junta Central tuvo por deber primordial suyo sofocar los primeros arrebatos revolucionarios. Por eso volvió a poner la vieja mordaza a la prensa y designó un nuevo Inquisidor General, al que por fortuna los franceses impidieron entrar en funciones. A pesar de que gran parte de los bienes inmuebles españoles estaban vinculados en «manos muertas» – en forma de mayorazgos y dominios inalienables de la Iglesia –, la Junta ordenó suspender la venta de estas fincas, que se había comenzado ya, amenazando incluso con anular los contratos privados sobre bienes eclesiásticos ya enajenados. La Junta reconoció la deuda nacional, pero no adoptó ninguna medida financiera para aliviar el presupuesto del cúmulo de cargas con que lo había agobiado una secular sucesión de gobiernos corrompidos ni hizo nada para reformar su sistema tributario proverbialmente injusto, absurdo y oneroso ni para abrir a la nación nuevas fuentes de trabajo productivo, rompiendo los grilletes del feudalismo.» («New York Daily Tribune» 20–10–1854)
«Para nosotros, sin embargo, lo importante es probar, basándonos en las confesiones mismas de las juntas provinciales ante la Central, el hecho frecuentemente negado de la existencia de aspiraciones revolucionarias en la época de la primera insurrección española. […]
Pero no satisfecha con actuar como un peso muerto sobre la revolución española, la Junta Central laboró realmente en sentido contrarrevolucionario, restableciendo las autoridades antiguas, volviendo a forjar las cadenas que habían sido rotas, sofocando el incendio revolucionario en los sitios en que estallaba, no haciendo nada por su parte e impidiendo que los demás hicieran algo. […]
Nos ha parecido muy necesario extendernos sobre este punto porque su importancia decisiva jamás ha sido comprendida por ningún historiador europeo. Sólo bajo el poder de la Junta Central era posible unir las realidades y las exigencias de la defensa nacional con la transformación de la sociedad española y la emancipación del espíritu nacional, sin lo cual toda constitución política tiene que desvanecerse como un fantasma al menor contacto con la vida real. Las Cortes se vieron situadas en condiciones diametralmente opuestas. Acorraladas en un punto lejano de la península y separadas durante dos años del núcleo fundamental del reino por el asedio del ejército francés, representaban una España ideal, en tanto que la España real se hallaba ya conquistada o seguía combatiendo. En la época de las Cortes, España se encontró dividida en dos partes. En la isla de León, ideas sin acción; en el resto de España, acción sin ideas. En la época de la Junta Central, por el contrario, se necesitaron una debilidad, una incapacidad y una mala voluntad singulares del Gobierno supremo por trazar una línea divisoria entre la guerra de independencia y la revolución española. Por consiguiente, la Cortes fracasaron, no como afirman los autores franceses e ingleses, porque fueran revolucionarias, sino porque sus predecesores habían sido reaccionarios y habían dejado pasar el momento oportuno para la acción revolucionaria.» («New York Daily Tribune» 27–10–1854).
«La Junta Central fracasó en la defensa de su país porque fracasó en su misión revolucionaria. […]
La desastrosa batalla de Ocaña del 19 de noviembre de 1809 fue la última batalla campal que los españoles dieron en orden. A partir de entonces se limitaron a la guerra de guerrillas. El mero hecho del abandono de las operaciones regulares demuestra que los organismos locales de gobierno eclipsaron a los centrales. […] Es necesario distinguir tres períodos en la historia de la guerra de guerrillas. […] Comparando los tres períodos de la guerra de guerrillas con la historia política de España, se ve que representan los respectivos grados de enfriamiento del ardor popular por culpa del espíritu contrarrevolucionario del Gobierno Comenzada por el alzamiento de poblaciones enteras, la guerra irregular siguió luego a cargo de guerrillas, cuyas reservas eran comarcas enteras, llegándose más tarde a formar cuerpos de voluntarios, siempre a punto de caer en el bandidaje o degenerar en regimientos regulares.» («New York Daily Tribune» 30–10–1854).
El 24 de septiembre de 1810 se reunieron en la isla de León la Cortes extraordinarias; el 20 de febrero de 1811 se trasladaron a Cádiz; el 19 de marzo de 1812 promulgaron la nueva Constitución, y el 20 de septiembre de 1813, tres años después de su apertura, terminaron sus sesiones.
Solo este hecho de que casi toda España no estuviese bajo el gobierno de las Cortes, nos impide saber hasta qué punto las Cortes estaban realmente comprometidas con llevar a la práctica e instaurar la Constitución de 1812 que elaboraron, pues legislar sin tener un territorio donde aplicar las leyes no quiere decir ni mucho menos que las Cortes estuviesen decididas y preparadas para llevarlo a la práctica con todas sus consecuencias. Es un hecho pues a tener presente siempre que se hable del momento en el que nació la Constitución de 1812.
Después de una exposición de los puntos más destacados de la Constitución de 1812, los cuales parecen ser propios de la burguesía revolucionaria, Marx los compara con distintos fueros y costumbres que ya existían o habían existido en España.
«Lo cierto es que la Constitución de 1812 es una reproducción de los fueros antiguos, pero leídos a la luz de la revolución francesa y adaptados a las demandas de la sociedad moderna. […]
Por otra parte, podemos descubrir en la Constitución de 1812 indicios inequívocos de un compromiso entre las ideas liberales del siglo XVIII y las tradiciones tenebrosas del clero. Baste citar el articulo 12, según el cual ‹la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohibe el ejercicio de cualquier otra›. […]
Examinando, pues, más de cerca la Constitución de 1812, llegamos a la conclusión de que, lejos de ser una copia servil de la Constitución francesa de 1791, era un producto original de la vida intelectual española que resucitaba las antiguas instituciones nacionales, introducía las reformas reclamadas abiertamente por los escritores y estadistas más eminentes del siglo XVIII y hacia inevitables concesiones a los prejuicios del pueblo.» («New York Daily Tribune» 24–11–1854)
«El hecho de que en Cádiz se reunieran los hombres más progresivos de España se debe a una serie de circunstancias favorables. Al celebrarse las elecciones, el movimiento no había decaído aún, y la propia impopularidad que se había ganado la Junta Central hizo que los electores se orientasen hacia los adversarios de ésta, que pertenecían en gran parte a la minoría revolucionaria de la nación. […]
Seria, sin embargo, un craso error suponer que la mayoría de las Cortes estaba formada por partidarios de las reformas. Las Cortes estaban divididas en tres partidos: los serviles, los liberales (estos epítetos salieron de España para difundirse por toda Europa) y los americanos. Estos últimos votaban alternativamente por uno u otro partido conforme a sus intereses particulares. […]
Los liberales tuvieron asimismo buen cuidado de no proponer la abolición de la Inquisición, de los diezmos, de los monasterios, etc., hasta después de promulgada la Constitución. Pero, a partir de este mismo instante, la oposición de los serviles dentro de las Cortes, y del clero fuera de ellas, se hizo implacable.
Una vez expuestas las circunstancias que explican el origen y las características de la Constitución de 1812, queda aún por dilucidar su repentina desaparición sin resistencia al retorno de Fernando VII. Rara vez ha presenciado el mundo un espectáculo más humillante. Cuando Fernando entró en Valencia el 16 de abril de 1814, ‹el pueblo, presa de un júbilo exaltado, se enganchó a su carroza y dio testimonio al rey por todos los medios de expresión posibles, de palabra y obra, que anhelaba verse de nuevo sometido al yugo de antaño›; resonaron gritos jubilosos de ‹¡Viva el rey absoluto!›, ‹¡Abajo la Constitución!› […]
Más importante acaso que todo eso (ya que estas vergonzosas manifestaciones de la plebe fueron pagadas en parte a la canalla de las ciudades para que las hiciera, la cual, además, prefería, como los lazzaroni napolitanos, el gobierno fastuoso de los reyes y de los frailes al régimen sobrio de las clases medias) es el hecho de que en las nuevas elecciones generales obtuvieran una victoria decisiva los serviles; Las Cortes Constituyentes se vieron reemplazadas el 20 de setiembre de 1813 por las Cortes ordinarias, que se trasladaron de Cádiz a Madrid el 15 de enero de 1814.
Ya hemos explicado en los artículos anteriores cómo el propio partido revolucionario contribuyó a despertar y fortalecer los viejos prejuicios populares con el propósito de convertirlos en otras tantas armas contra Napoleón. Hemos visto como la Junta Central, en el único periodo en que podían combinarse las reformas sociales con las medidas de defensa nacional, hizo cuanto estuvo en su mano por impedirías y ahogar las aspiraciones revolucionarias de las provincias. Las Cortes de Cádiz, por el contrario, disvinculadas totalmente de España durante la mayor parte de su existencia, no pudieron siquiera dar a conocer su Constitución y sus leyes orgánicas hasta que se hubieron retirado los ejércitos franceses. Las Cortes llegaron, por así decir, post factum, encontraron a la sociedad fatigada, exhausta, dolorida […]
Las clases más interesadas en el derrocamiento de la Constitución de 1812 y en la restauración del antiguo régimen – los grandes, el clero, los frailes y los abogados – no dejaron de fomentar hasta el más alto grado el descontento popular derivado de las desdichadas circunstancias que acompañaron a la implantación del régimen constitucional en el suelo español. De aquí la victoria de los serviles en las elecciones generales de 1813.
Sólo en el ejército podía temer el rey alguna resistencia seria; pero el general Elio y sus oficiales, faltando al juramento que habían prestado a la Constitución, proclamaron a Fernando VII en Valencia sin mencionar la Constitución. Los otros jefes militares no tardaron en seguir el ejemplo de Elio.
En el decreto de 4 de mayo de 1814, por el que Fernando VII disolvía las Cortes de Madrid y derogaba la Constitución de 1812, expresaba al mismo tiempo su odio al despotismo, prometía convocar las Cortes con arreglo a las formas legales antiguas, establecer una libertad de imprenta razonable, etc. Fernando VII cumplió su palabra de la única manera merecida por el recibimiento que el pueblo español le había tributado, esto es, derogando todas las leyes que promulgaran las Cortes, volviendo a ponerlo todo como estaba antes, restableciendo la Santa Inquisición, llamando a los jesuitas desterrados por su abuelo, mandando a galeras, a los presidios africanos o al destierro a los miembros más destacados de las juntas y de las Cortes, así como a los partidarios de las mismas, y, por último, ordenando el fusilamiento de los jefes de guerrillas más ilustres: Porlier y Lacy.» («New York Daily Tribune» 1–12–1854).
Tras la llegada de nuevo al trono de Fernando VII, van ha ser continuos los intentos de alzamientos militares, proclamando, cuando pueden hacerlo, la Constitución de 1812, aun después de Fernando VII, durante buena parte del siglo, los pronunciamientos constitucionalistas que parten inicialmente del ejército marcan la historia de España.
«En 1814, Mina intentó una sublevación en Navarra, dio la primera señal para la resistencia con un llamamiento a las armas y penetró en la fortaleza de Pamplona; pero desconfiando de sus propios partidarios, huyó a Francia. En 1815, el general Porlier, uno de los más famosos guerrilleros de la guerra de la Independencia, proclamó en Coruña la Constitución. Fue ejecutado. En 1816, Richart intentó apoderarse del rey en Madrid. Fue ahorcado. En 1817, el abogado Navarro y cuatro de sus cómplices perecieron en el cadalso en Valencia por haber proclamado la Constitución de 1812. En el mismo año, el intrépido general Lacy fue fusilado en Mallorca, acusado del mismo crimen. En 1818, el coronel Vidal, el capitán Sola y otros que habían proclamado la Constitución en Valencia fueron vencidos y pasados por las armas. La conspiración de la isla de León no era, pues, sino el último eslabón de una cadena formada con las cabezas sangrantes de tantos hombres valerosos de 1808 a 1814.»
Esta etapa de alzamientos culmina con el de Rafael del Riego, que junto a otros mandos militares que habían conseguido escapar de prisión, proclaman la Constitución en enero de 1820. Entre estos mandos que se encontraban en prisión figuraban Quiroga y San Miguel, y se encontraban allí por haber intentado otro alzamiento seis meses antes, en cuya ocasión se vieron traicionados por José Enrique O’Donnell, con quien habían acordado la sublevación y que estaba al mando de las tropas que se debían sublevar, concentradas en los alrededores de Cádiz con el fin de partir para reconquistar las colonias americanas sublevadas. Este, en lugar de dar la orden del alzamiento, ordenó el desarme de las tropas que se debían sublevar y encarceló a los cabecillas del movimiento, abortando por el momento la trama.
En el momento del alzamiento, el 1 de enero de 1820, Riego se encontraba con su batallón en Cabezas de San Juan (Sevilla), mientras que Quiroga y San Miguel estaban en la isla gaditana de León, el 7 de enero llega Riego a la isla de León tras haber proclamado la Constitución en las localidades que tuvo que conquistar hasta llegar a la isla.
«Las provincias parecían sumidas en una modorra letárgica. Así trancurrió el mes de enero, a fines de cual, temeroso Riego de que se extinguiera la llama revolucionaria en la isla de León, formó, contra el parecer de Quiroga y los demás jefes, una columna volante de mil quinientos hombres y emprendió la marcha sobre una parte de Andalucía, a la vista de fuerzas diez veces superiores a las suyas, que le perseguían, y proclamando la Constitución en Algeciras, Ronda, Málaga, Córdoba, etc.; en todas partes fue recibido amistosamente por los habitantes, pero sin provocar en ningún sitio un pronunciamiento serio. […]
La marcha de la columna de Riego habla atraído de nuevo la atención general. Las provincias eran todo expectación y seguían con ansiedad cada movimiento. Las gentes, sorprendidas por la intrepidez de la salida de Riego, por la celeridad de su marcha y por la energía con que rechazaba al enemigo, se imaginaban victorias inexistentes y adhesiones y refuerzos jamás logrados. Cuando las noticias de la empresa de Riego llegaban a las provincias más distantes, iban agrandadas en no escasa medida, y por esto las provincias más lejanas fueron las primeras en pronunciarse por la Constitución de 1812. Hasta tal punto había madurado España para una revolución que incluso noticias falsas bastaban para producirla. También fueron noticias falsas las que originaron el huracán de 1848.
En Galicia, Valencia, Zaragoza, Barcelona y Pamplona estallaron insurrecciones sucesivas. José Enrique O’Donnell, alias conde de la Bisbal, llamado por el rey para combatir la expedición de Riego, no sólo prometió tomar las armas contra éste, sino destruir su pequeño ejército y apoderarse de su persona. […] Pero, a su llegada a Ocaña, La Bisbal se puso personalmente a la cabeza de las tropas y proclamó la Constitución de 1812. La noticia de esta defección levantó el ánimo público de Madrid, donde, nada más saberse, estalló la revolución. El Gobierno comenzó entonces a parlamentar con la revolución. En un edicto fechado el 6 de marzo, el rey prometía convocar las antiguas Cortes, reunidas en estamentos, edicto que no satisfacía a ningún partido, ni al de la vieja monarquía ni al de la revolución. A su regreso de Francia, Fernando VII había hecho la misma promesa y después no la había cumplido. En la noche del 7 de marzo hubo manifestaciones revolucionarias en Madrid, y la Gaceta del día 8 publicó un edicto en el que Fernando VII prometía jurar la Constitución de 1812. ‹Marchemos francamente – decía en este decreto –, y yo el primero, por la senda constitucional›. Invadido el palacio por el pueblo el día 9, el rey pudo salvarse solamente restableciendo en Madrid el Ayuntamiento de 1814, ante el cual juró la Constitución. A Fernando VII, por su parte, le tenía sin cuidado jurar en falso, ya que disponía siempre de un confesor presto a concederle la plena absolución de todos los pecados posibles. Simultáneamente se constituyó una Junta consultiva, cuyo primer decreto puso en libertad a los presos políticos y autorizó el regreso de los emigrados políticos. Abiertas las cárceles, mandaron a Palacio el primer Gobierno constitucional. Castro, Herreros y A. Argüelles, que formaron el primer gabinete, eran mártires de 1814 y diputados de 1812.»
A mediados del siglo XIX hubo opiniones de algunos escritores ingleses que afirmaban, por una parte, que el alzamiento de 1820 no fue más que una conspiración militar, por otra, que todo se redujo a una intriga rusa. Lo cual Marx desmiente.
«Por lo que se refiere a la insurrección militar, hemos visto que la revolución triunfó pese al fracaso de aquella. Y el enigma por descifrar no está en el complot en que participaron cinco mil soldados, sino en que dicho complot fue sancionado por otro complot de un ejército de 35 000 hombres y una lealísima nación de doce millones de habitantes. El que la revolución prendiera antes en la tropa se explica fácilmente por el hecho de que el ejército era, de todos los órganos de la monarquía española, el único que habla sido radicalmente transformado y revolucionado durante la guerra de la Independencia.» («New York Daily Tribune» 2–12–1854).
En cuanto a la intriga rusa, Marx no niega que la mano rusa estuvo detrás de los asuntos de la revolución española, pero desde 1812 Rusia reconocía o denunciaba la Constitución según favoreciera sus intereses directos con España o con terceros Estados.
La conclusión que se puede extraer, pues, del llamado Trienio Liberal 1820–1823, una vez más, es la falta de canalización de las energías revolucionarias de la población de las ciudades, una canalización en sentido revolucionario liberal y burgués; ya que hay que hacer hincapié en que los liberales en España, recibían este nombre por reclamar las reformas burguesas que la Constitución de 1812 recogía, en contra del régimen eclesiástico y absolutista, pero las reclamaban desde lo alto, gradualmente y a través de pactos con los altos estamentos de la sociedad, renunciando en todo momento a movilizar a las masas pobres para imponer las medidas revolucionarias por la fuerza, es más, aliándose con los sectores más reaccionarios para frenar a las masas cuando se ponían en movimiento de una manera instintiva, las cuales carecían además de cabecillas bien reconocidos.
A pesar de ello, fueron las rebeliones en las ciudades (La Coruña, Madrid, Zaragoza, etc.) en apoyo de Riego y la Constitución, las que consiguieron imponer el Gobierno liberal y hacer jurar la Constitución al rey. Aunque Riego fue la primera llama que encendió el fuego, el alzamiento militar de Riego se agotó por faltarle el apoyo civil armado en los territorios andaluces que conquistaba. En las Cortes, abiertas el 26 de junio de 1820, de las que Riego llego a ser diputado y presidente, los liberales se dividían en exaltados y moderados, siendo estos últimos los que predominaban.
Si consideramos pues, que ni siquiera los exaltados supieron estar a la altura de una revolución con todas sus consecuencias, qué decir de los moderados.
Tanto las Cortes como el Gobierno veían con inquietud, que el pueblo se aprovechara de las medidas revolucionarias que se tenían que ir tomando (libertad de prensa, etc.), y que por este camino las masas acabaran reivindicando más y más. Hay que decir que las manifestaciones y choques callejeros fueron constantes durante el Trienio, sobre todo en Madrid. Ante este temor, las Cortes y el Gobierno tuvieron que retroceder y volverse claramente reaccionarios, y el vacío que este retroceso dejó permitió que los reaccionarios absolutistas ganasen terreno. En julio de 1822 hubo una insurrección militar por parte de la reacción, en la que se vieron implicados el rey y el Gobierno, pero la Milicia Nacional junto a las guerrillas urbanas acabaron con la intentona en Madrid, pues el campesinado, que era el estrato más amplio de la población, permaneció dormido por falta de motivación durante este trienio. Esta situación hizo salir a flote la necesidad de una república, y ante esta situación se reclamó la intervención de las tropas extranjeras. Así pues, la intervención legitimista francesa con los cien mil hijos de San Luis puso fin al Trienio Liberal, volviendo a instaurar a Fernando VII en su trono absolutista.
«Los resultados positivos de la revolución de 1820–1823 no se circunscriben sólo al gran proceso de efervescencia que ensanchó las miras de capas considerables del pueblo y les imprimió nuevos rasgos característicos. Fue también producto de la revolución la propia segunda restauración, en la que los elementos caducos de la sociedad adoptaron formas que eran ya insoportables e incompatibles con la existencia de España como nación. Su obra fundamental fue que exacerbó los antagonismos hasta el grado de que ya no eran posibles los compromisos y se hacía inevitable una guerra sin cuartel. […] Debido a las tradiciones españolas, es poco probable que el partido revolucionario triunfara, de haber derrocado la monarquía. Entre los españoles, para vencer, la propia revolución hubo de presentarse como pretendiente al trono. La lucha entre los dos regímenes sociales hubo de tomar la forma de pugna de intereses dinásticos opuestos. La España del siglo XIX hizo su revolución con ligereza, cuando pudo haberle dado la forma de las guerras civiles del siglo XIV. Fue precisamente Fernando VII quien proporcionó al partido revolucionario y a la revolución un lema monárquico, el nombre de Isabel, en tanto que legaba a la contrarrevolución a su hermano Don Carlos, el Don Quijote de los autos de fe.» (Fragmento inédito de la serie de artículos «La España revolucionaria», publicado por la editorial Progreso)
Hay que decir que durante esta primera guerra carlista el Gobierno de la nación estuvo en manos de los liberales, y fue en este período cuando se introdujeron las leyes más radicales en sentido burgués, sobre todo a manos de Mendizabal, que dentro de los liberales pertenecía a la parte de los exaltados o progresistas.
Espartero, el general que dirigió la lucha que acabó con la derrota de los carlistas, se convirtió en el ídolo nacional, en un principio fue aclamado y respetado por ambos sectores de las filas liberales. Tras una serie de gobiernos de signo moderado y de poca reputación en los dos últimos años de guerra, y con la regente María Cristina, madre de la reina niña Isabel, intentando frenar el nuevo orden que avanzaba con paso firme, Espartero, contando sobre todo con el apoyo del partido progresista, consigue finalmente que Cristina le nombre Jefe del Gobierno en 1840, ésta después de ver el programa de gobierno renunció a sus funciones y abandonó el país. En mayo de 1841 Espartero ocuparía el cargo de Regente. Con éste a la cabeza de la nación se continuó el proceso de desmantelamiento del Antiguo Régimen, en el que los intereses y las propiedades de la Iglesia, que había sido bastión importante de los carlistas, se vieron seriamente mermados, lo que provocó el enfrentamiento con el Vaticano.
Mientras tanto, las diferencias entre progresistas y moderados se exacerbaban. A eso hay que añadir además, la atmósfera de descontento que reinaba en el ejército, en cuyos cuadros, con la llegada de la paz, quedó bloqueado el juego de ascensos. Así pues, se llegó al levantamiento contra Espartero, que comenzó con el golpe de Leopoldo O’Donnell en septiembre de 1841, que pretendía restablecer como Regente a María Cristina, pero este intento fracasó. Del descontento general se acabaron contagiando también los progresistas, y Espartero, en enero de 1843 decretaba la disolución de las Cortes, siendo esto una confirmación de que el mando tomaba cada vez más un carácter personal. O’Donnell, junto a Narváez y otros militares seguían conspirando en Paris, y en 1843 consiguen expulsar con las armas a Espartero, que en su destierro emigró a Inglaterra. Aquí se inicia la Década Moderada, en la que Narváez ocupó la presidencia del consejo de ministros durante casi cuatro años, de esta manera llegamos al bienio 1854–1856 que Marx trata más a fondo en sus artículos del «New York Daily Tribune».
En 1854 tiene lugar en Madrid el levantamiento armado de los generales Dulce y O’Donnell, con fines puramente palaciegos, es decir, representaba los intereses de alguna facción de las clases dominantes. El mismo O’Donnell, que en 1843 contribuyó al dominio de los moderados en el Gobierno y al regreso de María Cristina a España, poniendo fin al proceso de cambios profundos abierto en 1833, se alzaba ahora proclamando la Constitución de 1837. Ahora el objetivo personificado de la rebelión era el favorito de la reina Isabel, el conde de San Luis, al cual pretendían quitar de la vida política del país.
Tras tres semanas de combates entre tropas leales y rebeldes, a la vez que el levantamiento se iba extendiendo por el resto de España, las tropas leales cedían y el panorama se iba despejando para los insurrectos, que sin embargo, se vieron obligados a utilizar al pueblo para que colaborara y presionara por el cambio de Gobierno.
«Así sucedió que las únicas manifestaciones de vida de la nación (las de 1812 y 1822) partieron del ejército, por lo que la parte dinámica de ella se ha acostumbrado a conceptuar al ejército de instrumento natural de todo alzamiento nacional. Ahora bien, durante la turbulenta época de 1830 a 1854, las ciudades de España cayeron en la cuenta de que el ejército, en lugar de seguir defendiendo la causa de la nación, se había transformado en instrumento de las rivalidades de los ambiciosos pretendientes a la tutela militar sobre la Corte. En consecuencia, vemos que el movimiento de 1854 es muy diferente incluso del de 1843. El motín del general O’Donnell no era para el pueblo sino una conspiración contra la influencia que predominaba en la Corte, tanto más cuanto que contaba con el apoyo del ex favorito Serrano. Por eso las ciudades y el campo no se apresuraban a responder al llamamiento de la caballería de Madrid, forzando al general O’Donnell a modificar totalmente el carácter de sus operaciones,. para no quedar aislado y exponerse a un fracaso. […] Si la sedición militar ha obtenido el apoyo de una insurrección popular, ha sido únicamente sometiéndose a las condiciones de esta segunda. Queda por ver si se sentirá constreñida a serle fiel y a cumplir sus promesas. […]
Los militares están muy lejos de haber tomado la iniciativa en todas partes; antes al contrario, en algunos sitios han tenido que ceder al irresistible empuje de la población. […]
El conde de San Luis, que parece haber juzgado con bastante acierto la situación en Madrid, anunció a los obreros que el general O’Donnell y los anarquistas los dejarían sin trabajo, mientras que si el Gobierno triunfaba, daría empleo a todos los trabajadores en las obras públicas con un jornal diario de seis reales. Con esta estratagema esperaba el conde de San Luis alistar bajo su bandera a los madrileños que más se dejaran impresionar. Pero su éxito se pareció al del partido del National, de París, en 1848. Los aliados reclutados de tal guisa no tardaron en convertirse en sus más peligrosos enemigos, ya que los fondos destinados a su sostenimiento se agotaron al sexto día. Hasta qué punto temía el Gobierno un pronunciamiento en la capital, lo demuestra el bando del general Lara (el gobernador militar) para prohibir la circulación de toda clase de noticias referentes a la marcha de la sublevación. Parece ser, además, que la táctica del general Bláser se limitaba a eludir todo contacto con los sublevados por temor a que sus tropas se contagiaran.» («New York Daily Tribune» 4–8–1854)
Tras el triunfo de los militares insurrectos, se forma lo que se ha dado en llamar el Gobierno de coalición Espartero-O’Donnell. Recordemos que O’Donnell fue uno de los generales que en 1843 estaba al frente del alzamiento armado contra el entonces Regente Espartero, y ahora ambos, al frente del nuevo Gobierno formado el 31 de julio de 1854, ya encaramados en el poder, procederían inmediatamente a tomar medidas de represión para acabar con una situación revolucionaria, de la cual ellos se aprovecharon para desplazar del poder a la camarilla de la reina.
«Una de las peculiaridades de las revoluciones consiste en que, justamente cuando el pueblo parece a punto de realizar un gran avance e inaugurar una nueva era, se deja llevar por las ilusiones del pasado y entrega todo el poder y toda influencia, que tan caros le han costado, a unos hombres que representan o se supone que representan el movimiento popular de una época fenecida. Espartero es uno de estos hombres tradicionales a quienes el pueblo suele subir a hombros en los momentos de crisis sociales y de los que después le es difícil desembarazarse.
Afines de 1847, una amnistía permitió el regreso de los desterrados españoles, y, por decreto de la reina Isabel, Espartero fue nombrado senador.» («New York Daily Tribune» 19–8–1854).
«Apenas habían desaparecido las barricadas de Madrid a petición de Espartero, cuando ya la contrarrevolución ponía manos a la obra. El primer paso contrarrevolucionario fue la impunidad concedida a la reina Cristina, a Sartorius y consocios. Después vino la formación del gabinete con el moderado O’Donnell de ministro de la Guerra, quedando todo el ejército a disposición de este viejo amigo de Narváez. […] Como recompensa por los sacrificios de sangre del pueblo en las barricadas y en la vía pública, ha llovido un sinfín de condecoraciones sobre los generales de Espartero, por un lado, y los moderados, amigos de O’Donnell, por otro. Para allanar el camino al amordazamiento definitivo de la prensa, se ha restablecido la ley de imprenta de 1837. Se afirma que Espartero se propone convocar las Cámaras conforme a la Constitución de 1837 y, al decir de algunos, hasta con las modificaciones introducidas por Narváez, en lugar de convocar Cortes Constituyentes. Para asegurar todo lo posible el éxito de estas medidas, y de otras que han de seguir, se están concentrando grandes contingentes de tropas en las inmediaciones de Madrid. Si algo hay que nos llame particularmente la atención en este asunto es la prontitud con que ha reaparecido la reacción.» («New York Daily Tribune» 21–8–1854).
«Hace unos días, el Charivari publicó una caricatura en la que se representa al pueblo español enzarzado en una pelea mientras los dos sables – Espartero y O’Donnell – se abrazan por encima de sus cabezas. El Charivari ha tomado por final de la revolución lo que es sólo su comienzo. […] O’Donnell quiere que las Cortes sean elegidas conforme a la ley de 1845; Espartero, con arreglo a la Constitución de 1837; y el pueblo, por sufragio universal. El pueblo se niega a deponer las armas antes de que sea publicado el programa del Gobierno, pues el programa de Manzanares[2] no satisface sus aspiraciones. El pueblo exige la anulación del concordato de 1851[3], la confiscación de los bienes de los contrarrevolucionarios, un exposé del estado de la Hacienda, la cancelación de todas las contratas de ferrocarriles y otras obras públicas fraudulentas y, por último, el procesamiento de Cristina por un tribunal especial. Dos conatos de evasión de esta última han sido frustrados por la resistencia armada del pueblo. El Tribuno publica la cuenta de las sumas que Cristina debe restituir al Erario Público…» («New York Daily Tribune» 25–8–1854).
«A estas fechas se ha confirmado ya que fue el embajador inglés quien escondió a O’Donnell en su palacio e indujo al banquero Collado, actual ministro de Hacienda, a adelantar el dinero que necesitaban O’Donnell y Dulce para poner en marcha su pronunciamiento. […]
Mientras Rusia anda ahora intrigando en la península por conducto de Inglaterra, hace al mismo tiempo a Francia denuncias contra Inglaterra. Así, leemos en la Nueva Gaceta de Prusia que Inglaterra ha tramado la revolución española a espaldas de Francia.
¿Qué interés tiene Rusia en fomentar conmociones en España? Desencadenar en Occidente sucesos que distraigan la atención, provocar disensiones entre Francia e Inglaterra y, finalmente, inducir a Francia a una intervención. Los periódicos anglo-rusos nos dicen ya que las barricadas de Madrid han sido levantadas por insurrectos franceses de junio. […]
¿Decimos nosotros que la revolución española ha sido obra de los ingleses y los rusos? En modo alguno. Rusia no hace sino apoyar los movimientos facciosos cuando sabe que hay una crisis revolucionaria próxima. Sin embargo, el verdadero movimiento popular, que empieza después, resulta siempre tan contrario a las intrigas de Rusia como a la gestión opresora de su Gobierno. Tal sucedió en Valaquia en 1848. Tal ha sucedido en España en 1854. […]
Jamás revolución alguna ha ofrecido un espectáculo más escandaloso por la conducta de sus hombres públicos que esta revolución emprendida en pro de la ‹moralidad›. La coalición de los viejos partidos que forman el actual Gobierno de España (el de los adictos a Espartero y el de los adeptos de Narváez) de nada se ha ocupado tanto como de repartirse el botín consistente en puestos de dirección, empleos públicos, sueldos, títulos y condecoraciones. […]
Reconforta algo el oír que, contrastando con las infamias oficiales que mancillan el movimiento español, el pueblo ha obligado a estos sujetos al menos a poner a Cristina a disposición de las Cortes y a dar la conformidad a la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente sin Senado y, por tanto, sin sujeción ni a la ley electoral de 1837 ni a la de 1845. El Gobierno no se ha atrevido todavía a dictar una ley electoral propia, y el pueblo se manifiesta unánimemente a favor del sufragio universal. […]
En Barcelona, los militares tan pronto tienen colisiones entre ellos como con los obreros. Esta situación anárquica de las provincias es sumamente ventajosa para la causa de la revolución, pues impide que caigan bajo la férula de la capital.» («New York Daily Tribune» 1–9–1854)
«Por lo que se refiere a la situación general, el Times tiene sin duda fundados motivos para lamentar que no exista en España la centralización francesa, debido a lo cual incluso una victoria obtenida sobre la revolución en la capital no decide nada respecto a las provincias, mientras subsista en éstas ese estado de ‹anarquía› sin el que ninguna revolución puede triunfar. […]
El control que la presión popular ejerce sobre el Gobierno se demuestra por el hecho de que los ministros de la Guerra, Gobernación y Fomento han llevado a cabo grandes remociones y simplificaciones en sus distintos departamentos, caso jamás conocido en la historia de España. […]
La principal causa de la revolución española ha sido el estado de la Hacienda, y, en particular, el decreto de Sartorius que ordenaba el pago por adelantado de los impuestos de un semestre al comenzar el año. Cuando la revolución estalló todas las arcas públicas estaban vacías, a pesar de que no se habían hecho efectivas las pagas en ninguna rama de la administración ni se habían empleado durante meses enteros las sumas asignadas para cualquier obra.» («New York Daily Tribune» 4–9–1854)
«La entrada de los regimientos de Vicálvaro en Madrid ha estimulado al Gobierno a incrementar la actividad contrarrevolucionaria. El restablecimiento de la restrictiva ley de imprenta de 1837, adornada con todos los rigores de la ley complementaria de 1842, ha acabado con toda la prensa ‹incendiaria› que no podía depositar la fianza requerida, el día 24 se publicó el último número de El Clamor de las Barricadas con el titulo de Las Ultimas Barricadas, pues fueron detenidos los dos periodistas que lo dirigían. […]
A la supresión de la ley de imprenta a seguido en el acto la supresión de la libertad de reunión, también por real decreto. En Madrid han sido disueltos los clubs, y en provincias, las juntas y comités de seguridad pública, a excepción de los reconocidos como ‹diputaciones› por el Gobierno. […]
Espartero ha logrado de los principales banqueros de Madrid 2 500 000 dólares bajo la promesa de seguir una política moderada pura. Hasta qué punto está dispuesto a cumplir su promesa lo prueban sus últimas medidas.
No vaya a suponerse que estas medidas reaccionarias han sido aceptadas sumisamente por el pueblo. Cuando se supo la marcha de Cristina, el 28 de agosto, volvieron a levantarse barricadas; pero si hemos de creer un despacho telegráfico de Bayona, publicado en el Moniteur francés, ‹las tropas, unidas a la Milicia Nacional, tomaron las barricadas y sofocaron el movimiento›. Este es el circulo vicioso en que están condenados a moverse los gobiernos revolucionarios abortivos. Reconocen las deudas contraídas por sus predecesores contrarrevolucionarios como obligaciones nacionales y, para poder pagarlas, tiene que seguir recaudando los viejos impuestos y contraer nuevas deudas. Mas, para poder hacerlo, tienen que dar garantías de «orden», es decir, adoptar a su vez medidas contrarrevolucionarias. De este modo, el nuevo Gobierno popular se convierte instantáneamente en lacayo de los grandes capitalistas y opresor del pueblo. De idéntica manera se vio obligado el Gobierno provisional de Francia en 1848 a adoptar la famosa medida de los 45 céntimos y a incautarse de los fondos de las Cajas de Ahorros para poder pagar los intereses a los capitalistas. […]
En Madrid hay muy pocas tropas y, a lo sumo, veinte mil hombres de la Milicia Nacional. Pero de estos últimos, sólo alrededor de la mitad está debidamente armada, en tanto que se sabe que el pueblo no ha hecho caso del llamamiento a entregar las armas.» («New York Daily Tribune» 16–9–1834)
«Del criterio sustentado por la prensa reaccionaria en general respecto de los asuntos españoles puede juzgarse por algunos extractos de la Kölnische Zeitung y de la Indépendance Belge:
‹El porvenir de la monarquía española – dice la Indépendance – corre grandes peligros. Todos los verdaderos patriotas españoles coinciden en la necesidad de poner término a las orgías revolucionarias. La furia de los libelistas y de los constructores de barricadas se descarga ahora contra Espartero y su Gobierno con la misma vehemencia que contra San Luis y el banquero Salamanca.› […]
Si las provincias siguen agitadas por movimientos que no acaban de concretarse y definirse, ¿qué otra razón puede hallarse para explicar este hecho si no es la ausencia de un centro para la acción revolucionaria? Ni un sólo decreto beneficioso para las provincias ha aparecido desde que el denominado Gobierno revolucionario ha caído en manos de Espartero.» («New York Daily Tribune» 30–9–1854).
La coalición Espartero-O’Donnell duro hasta el verano de 1856. La inestabilidad social, que no mitigaba, obligó al bando de O’Donnell a poner fin mediante un golpe de estado, a las diferencias con los esparteristas y a la situación caótica. teniendo preparado un equipo ministerial de antemano, en el que él figuraba a la cabeza, O’Donnell presenta la dimisión en el Gobierno de coalición, e intenta imponer por la fuerza armada el nuevo gabinete. Tras las noticia, sangrientas revuelta de resistencia estallaron en Barcelona y Madrid, donde las medidas represivas, en ambas ciudades, fueron violentísimas y encarnizadas. La facción de O’Donnell contaba, como en 1843 con el apoyo de Francia, ahora con Napoleón III en lugar de Luis Felipe.
«En 1856 vemos no sólo a la Corte y al ejército en un bando y al pueblo en otro, sino las mismas escisiones de las filas del pueblo que en el resto de la Europa Occidental. El 13 de julio, el Gobierno Espartero presentó su forzosa dimisión; en la noche del 13 al 14 se constituyó el gabinete O’Donnell; en la mañana del 14 se corrió el rumor de que O’Donnell, encargado de formar Gobierno, había invitado a participar en él a Ríos Rosas, el tristemente célebre ministro de los sangrientos días de julio de 1854. […] La orden de empezar a levantar barricadas la dieron a las siete de la tarde las Cortes, cuya reunión fue disuelta inmediatamente después por las tropas de O’Donnell. La batalla comenzó aquella misma noche, y sólo un batallón de la Milicia Nacional se unió a las tropas de la reina. […] En suma, no cabe duda de que la resistencia contra el golpe de Estado la iniciaron los esparteristas, la población de las ciudades y los liberales en general. Mientras ellos, con las milicias, cubrían el frente de Este a Oeste de Madrid, los obreros, bajo la dirección de Pucheta, ocuparon el Sur de la ciudad y parte de los barrios del Norte.
En la mañana del 15, O’Donnell tomó la iniciativa. Pero ni siquiera según el testimonio tendencioso del Journal des Débats obtuvo ninguna ventaja notable durante la primera mitad del día. De repente, hacia la una, sin motivo perceptible, las filas de los milicianos nacionales se rompieron; a las dos se clarearon más, y a las seis habían desaparecido por completo de la escena, dejando todo el peso de la batalla a los obreros, que siguieron luchando hasta las cuatro de la tarde del día 16. Así, en estos tres días de matanza, hubo dos batallas bien distintas: una, de la milicia liberal de las clases medias, apoyada por los obreros, contra el ejército; y la otra, del ejército contra los obreros abandonados por la milicia, que desertó. […] Espartero abandona a las Cortes; las Cortes abandonan a los jefes de la Milicia Nacional; los jefes abandonan a sus hombres, y estos últimos abandonan al pueblo. […] Otra información explica de buena tinta que la razón de este súbito acto de sometimiento a la conjura fue el parecer de que el triunfo de la Milicia Nacional acarrearía probablemente el derrocamiento del trono y la preponderancia absoluta de la democracia republicana. La Presse de Paris da también a entender que el mariscal Espartero, al ver el giro que los demócratas daban a las cosas en el Congreso, no quiso sacrificar el trono o arrostrar los azares de la anarquía y la guerra civil y, en consecuencia, hizo cuanto pudo para que se produjera el sometimiento a O’Donnell.
Verdad es que los diferentes autores discrepan en cuanto a los detalles de tiempo y circunstancias y a los pormenores del derrumbamiento de la resistencia al golpe de Estado; pero todos coinciden en el punto principal: que Espartero desertó. abandonando a las Cortes, las Cortes a los dirigentes, los dirigentes a la clase media, y ésta al pueblo. Esto da una nueva ilustración sobre el carácter de la mayor parte de las luchas europeas de 1848–1849 y de las que ha habido desde entonces en la parte occidental de dicho continente. Por un lado, existen la industria y el comercio modernos, cuyos jefes naturales, las clases medias, son enemigos del despotismo militar; por otro lado, cuando las clases medias emprenden la batalla contra este despotismo, entran en escena los obreros, producto de la moderna organización del trabajo, y entran dispuestos a reclamar la parte que les corresponde de los frutos de la victoria. Asustadas por las consecuencias de una alianza que se le ha venido encima de este modo contra su deseo, las clases medias retroceden para ponerse de nuevo bajo la protección de las baterías del odiado despotismo. Este es el secreto de la existencia de los ejércitos permanentes en Europa, incomprensible de otro modo para los futuros historiadores. Así, las clases medias de Europa se ven obligadas a comprender que no tienen más que dos caminos: o someterse a un poder político que detestan y renunciar a las ventajas de la industria y del comercio modernos y a las relaciones sociales basadas en ellos, o bien sacrificar los privilegios que la organización moderna de las fuerzas productivas de la sociedad, en su fase primaria, ha otorgado a una sola clase. Que esta lección se dé incluso desde España es tan impresionante como inesperado.» («New York Daily Tribune» 8–8–1856).
«Fue rasgo característico de la insurrección de Madrid el empleo de pocas barricadas – sólo en las esquinas de las calles importantes, siendo, en cambio, convertidas las casas en núcleos de resistencia; y – cosa inaudita en los combates de calle – las columnas del ejército asaltante fueron recibidas con ataques a la bayoneta. Pero si los insurrectos aprovecharon la experiencia de las insurrecciones de Paris y Dresde, los soldados no habían aprendido menos que ellos: abrían brecha en las paredes de las casas, una tras otra, y llegaban hasta los insurrectos por el flanco y por la retaguardia, mientras las salidas a la calle eran barridas con fuego de artillería. […] Los insurgentes, dispersados, seguían haciendo frente bajo un soportal de iglesia, en una callejuela o en la escalera de una casa, y allí se defendían hasta la muerte.
En Barcelona, donde la lucha careció de dirección en absoluto, fue más intensa aún. Militarmente, esta insurrección, como todos los levantamientos anteriores en Barcelona, sucumbió por estar la fortaleza de Montjuich en manos del ejército. Caracteriza la violencia de la lucha la muerte de ciento cincuenta soldados entre las llamas del incendio de su cuartel de Gracia, suburbio por el que los insurrectos lucharon encarnizadamente, una vez desalojados de Barcelona. Merece señalarse que, mientras en Madrid, como hemos escrito ya en un articulo anterior, los proletarios fueron traicionados y abandonados por la burguesía, los tejedores de Barcelona declararon desde el primer instante que no tendrían arte ni parte en un movimiento iniciado por los esparteristas e insistieron en que se proclamara la República. Habiendo sido rechazada esta condición, los tejedores, exceptuando algunos que no podían resistir el olor de la pólvora, permanecieron como espectadores pasivos de la batalla, con lo que ésta se perdió, pues todas las insurrecciones de Barcelona las deciden sus veinte mil tejedores.
La revolución española de 1856 se distingue de todas las que la han precedido por la pérdida de todo carácter dinástico. Sabido es que el movimiento de 1808 a 1815 fue nacional y dinástico. Aunque las Cortes en 1812 proclamaron una Constitución casi republicana, lo hicieron en nombre de Fernando VII. El movimiento de 1820–23, tímidamente republicano, era prematuro por completo y tenía contra él a las masas cuyo apoyo recababa; y las tenía en contra porque estaban ligadas por entero a la Iglesia y a la Corona. La realeza en España estaba tan profundamente arraigada, que la lucha entre la vieja y la nueva sociedad, para tomar un carácter serio, necesitó un testamento de Fernando VII y la encarnación de los principios antagónicos en dos ramas dinásticas: la carlista y la cristina. Incluso para combatir por un principio nuevo, el español necesitaba una bandera consagrada por el tiempo. Bajo tales banderas se llevó la lucha desde 1833 hasta 1843. Luego hubo un final de revolución, y a la nueva dinastía se le permitió probar sus fuerzas desde 1843 hasta 1854. La revolución de julio de 1854 llevaba implícito necesariamente un ataque a la nueva dinastía; pero la inocente Isabel estaba a cubierto, gracias al odio concentrado contra su madre; y el pueblo festejaba no sólo su propia emancipación, sino la emancipación de Isabel, liberada de su madre y de la camarilla.
En 1856, el velo había caído, y era ya la misma Isabel quien se enfrentaba con el pueblo mediante el golpe de Estado que fomentó la revolución. Con sufría crueldad y con su cobarde hipocresía se mostró digna hija de Fernando VII, […] hasta la matanza de los madrileños por Murat en 1808 queda a la altura de una revuelta insignificante al lado de la carnicería hecha del 14 al 16 de julio bajo la sonrisa de la inocente Isabel. Esos días doblaron las campanas por la monarquía en España. Sólo los imbéciles legitimistas de Europa pueden pensar que, una vez caída Isabel, pueda levantarse Don Carlos. Esta gente piensa siempre que, al extinguirse la última manifestación de un principio, muere sólo para dar nueva forma a su manifestación primitiva.
En 1856, la revolución española ha perdido no sólo su carácter dinástico, sino también su carácter militar. […] Hasta 1854 la revolución partió siempre del ejército, y sus diferentes manifestaciones no se diferenciaban exteriormente unas de otras más que en la graduación militar de sus promotores.
En 1854, el primer impulso procedió aún del ejército, pero ahí está el manifiesto de Manzanares[4] de O’Donnell como testimonio de lo frágil que había llegado a ser la preponderancia militar en la revolución española. […] Si la revolución de 1854 se limitó a manifestar de este modo su desconfianza del ejército, apenas transcurridos dos años se vio atacada abierta y directamente por aquel ejército, el cual ha engrosado ahora dignamente la lista donde se encuentran los croatas de Radetsky, los africanos de Bonaparte y los pomeranios de Wrangel. La rebelión de un regimiento en Madrid el 29 de julio prueba hasta qué punto valora el ejército español las glorias de su nueva posición. Este regimiento, insatisfecho del obsequio de Isabel, unos simples cigarros, se declaró en huelga, pidiendo los cinco francos y las salchichas de Bonaparte; y los consiguió.
Por lo tanto, esta vez el ejército ha estado, en su totalidad, contra el pueblo; o, más exactamente, ha luchado sólo contra el pueblo y los milicianos nacionales. En pocas palabras: la misión revolucionaria del ejército ha acabado. El hombre erigido en prototipo del carácter militar, dinástico y burgués liberal de la revolución española – Espartero – ha caído ahora aún más bajo de lo que el fuero del destino hubiera permitido preveer a los que más íntimamente le conocían. Si, como se rumorea, y es muy probable, los esparteristas están dispuestos a reagruparse bajo la dirección de O’Donnell, no harán más que confirmar su suicidio con un acto oficial propio. No salvarán a O’Donnell.
La próxima revolución europea encontrará a España madura para colaborar con ella, los años de 1854 a 1856 han sido fases de transición que debía atravesar para llegar a esta madurez.» («New York Daily Tribune» 18–8–1856).
5.- Impotencia del proletariado español de constituirse en partido en la época de la I. Internacional
Este capítulo está dedicado al modo en que actuaron y se desenvolvieron las secciones de la I Internacional, la A.I.T. (Asociación Internacional de los Trabajadores), en España. A Engels le tocó seguir de cerca este tema, ya que durante algún tiempo fue secretario para España de esta organización.
La historia de la AIT en España se desarrolla paralelamente a la historia de la Alianza de la Democracia Socialista bakuninista, ya que en 1869 cuando entran las primeras secciones españolas en la Internacional se introduce la Alianza en España, a manos del italiano Fanelli, cuyas convicciones anarquistas no le fueron impedimento para llegar a ser miembro del parlamento italiano; en aquel año llegó a Madrid portando recomendaciones de Bakunin. De esta manera fue como prácticamente todos los dirigentes obreros de la Internacional en España al principio pertenecían al mismo tiempo a la Alianza de la Democracia Socialista, cosa no permitida por el reglamento y el Consejo General de la Internacional, del que formaban parte Marx y Engels. De cómo llegó a ocurrir esto lo veremos enseguida, pero antes señalar que es así como el anarquismo empieza a echar sus raíces en España, con organización jerarquizada y disciplinada, y que influirá en el proletariado español y lo rendirá desorganizado e indefenso en la batalla por el poder político contra la burguesía, especialmente en la Primera y Segunda República, pues en nombre de la libertad del individuo, del autonomismo, del abstencionismo político, etc., se renunciaba a la autonomía de la acción de la clase obrera, a la que la historia le ha asignado el papel de gobernar y acabar con el capital, instaurando su dictadura y sometiendo a las clases que se opongan, como ha hecho toda clase que ha tenido el poder político alguna vez en la historia.
A falta de partidos políticos obreros, los obreros en España habían apoyado en distintas ocasiones al partido republicano, sobre todo al ala más radical de este partido, que en los levantamientos republicanos en distintos puntos de España de 1 869 contó con el apoyo de los proletarios. Pero estos se veían defraudados en el apoyo que prestaban a movimientos políticos que no eran el suyo. Aun cuando la facción burguesa a la que apoyaban, en alguna de las insurrecciones que tenían lugar en España, llegó a alcanzar alguna cuota de poder, los obreros eran decepcionados en estas luchas políticas. Por esto entre otras cosas no es de extrañar que el anarquismo, que predicaba el rechazo a todo poder político se abriera paso entre los proletarios.
«La Alianza de la Democracia Socialista[5] fue fundada por M. Bakunin a fines del año 1868. Era una sociedad internacional que pretendía funcionar al mismo tiempo dentro y fuera de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Se componía de miembros de esta última que reclamaban el derecho de participar en todas las reuniones internacionales, pero queriendo reservarse, no obstante, el derecho de poseer sus grupos locales, sus federaciones nacionales y sus congresos aparte y al lado de los de la Internacional. La Alianza, pues, pretendía constituir desde su comienzo una especie de aristocracia en medio de nuestra Asociación, un grupo de elegidos con un programa propio y privilegios especiales.[…]
El Consejo General negó la admisión a la Alianza en tanto que conservara su carácter internacional distinto; no prometió admitirla sino a condición de que disolviera su organización internacional especial, de que sus secciones se convirtieran en simples secciones de nuestra Asociación y de que el Consejo recibiera datos del lugar y fuerza numérica de cada nueva sección.
He aquí lo que el 22 de junio de 1869 respondió a estas exigencias el Comité Central de la Alianza:
‹Conforme a lo convenido entre vuestro Consejo y el Comité Central de la Alianza de la Democracia Socialista, hemos sometido a los diferentes grupos de la Alianza la cuestión de su disolución como organización distinta de la Asociación Internacional de los Trabajadores… Tenemos el placer de anunciaros que la gran mayoría de los grupos ha compartido la opinión del Comité Central tendente a pronunciar la disolución de la Alianza Internacional de la Democracia Socialista. Hoy se ha pronunciado la decisión sobre esta disolución. Y al notificarla a los diferentes grupos de la Alianza, los hemos invitado a constituirse, siguiendo nuestro ejemplo, en secciones de la Asociación Internacional de los Trabajadores y hacerse reconocer como tales por vosotros o por el Consejo Federal de esta Asociación en sus países respectivos. Como confirmación de la carta que nos habéis dirigido al ex Comité Central de la Alianza, venimos hoy, al someteros los estatutos de nuestra sección, a rogaros que la reconozcáis oficialmente como sección de la Asociación Internacional de los Trabajadores…›
La sección de Ginebra fue la única que pidió su afiliación. No se oyó hablar más de las otras presuntas secciones de la Alianza. Sin embargo, a despecho de las continuas intrigas de los aliancistas, tendentes a imponer su programa especial a toda la Internacional y apoderar – se de la dirección de nuestra Asociación, se debía creer que ella había cumplido su palabra y se había disuelto. Pero después, el Consejo General recibió datos muy precisos, por los que hubo de concluir que la Alianza no se disolvió nunca, que, a despecho de la palabra empleada solemnemente, había existido y seguía existiendo en forma de sociedad secreta y utilizaba esta organización clandestina para perseguir como antes su objetivo primero de dominación. En España era donde su existencia se venia haciendo más evidente cada día debido a las disensiones en el seno mismo de la Alianza […]
La buena fe del Consejo General y de toda la Internacional, a la que se había sometido la correspondencia, fue burlada sin decoro. Habiendo comenzado por una falsedad semejante, estos hombres ya no tenían ninguna razón más de sentir escrúpulos en sus maquinaciones para supeditar la Internacional a su dominio o, caso de no conseguirlo, desorganizarla. […]
Es claro que nadie tendría a mal a los aliancistas que hiciesen la propaganda de su programa. La Internacional se compone de socialistas de los matices más variados. Su programa es lo bastante amplio para dar cabida a todos; la secta bakuninista ha sido admitida en ella en las mismas condiciones que los otros. Lo que se le reprocha es precisamente haber violado estas condiciones.» («Informe sobre la Alianza de la Democracia Socialista»).
El primer intento de creación de un partido obrero internacional, que fue la AIT, tuvo que pasar por esta fase en la que en el partido internacional convivían tendencias heterogéneas dentro del movimiento obrero, cuyo modo de funcionar era el centralismo democrático, y a pesar de esta heterogeneidad Marx y Engels siempre pretendieron que la Internacional funcionara con el mayor centralismo posible, condición indispensable para el éxito revolucionario.
«La organización de una sociedad secreta como ésa es una violación flagrante no solo del compromiso contraído con la Internacional, sino también de la letra y el espíritu de nuestros Estatutos Generales. Nuestros Estatutos no conocen más que una sola clase de miembros de la Internacional con derechos y deberes iguales; la Alianza los divide en dos castas: iniciados y profanos, aristócratas y plebeyos, destinados estos últimos a ser manejados por los primeros por medio de una organización de la cual ellos ignoran hasta la existencia. […]
Los fundadores de la Alianza sabían perfectamente que la gran masa de internacionales profanos jamás se sometería conscientemente a una organización como la de ellos en cuanto conociera su existencia. Por eso la hicieron ‹eminentemente secreta›. Es, pues, una verdadera conspiración contra la Internacional. Nos encontramos por primera vez en la historia de las luchas de la clase obrera con una conspiración secreta urdida en el seno mismo de esta clase y destinada a minar no el régimen explotador existente, sino la Asociación misma que lo combate con la mayor energía.» («Informe sobre la Alianza de la Democracia Socialista»).
Esto lo escribía Engels en 1872, una vez que se había descubierto la trama aliancista y después de haberse dado la escisión en España entre los defensores de la Alianza y los partidarios del Consejo General de la Internacional, cuyo proceso veremos ahora un poco más de cerca.
«En España, la Internacional se fundó primero como simple apéndice de la sociedad secreta de Bakunin, la Alianza, a la que debía servir de una especie de base de reclutamiento y, a la vez, de palanca para manipular en todo el movimiento proletario. Vais a ver ahora que la Alianza también intenta hoy abiertamente volver a colocar la Internacional en España en la misma posición subordinada en que la tenía antes.
Debido a esa dependencia, las doctrinas peculiares de la Alianza: la abolición inmediata del Estado, la anarquía, el antiautoritarismo, la abstención de todo acto político, etc., se predicaban en España como doctrinas de la Internacional. Al mismo tiempo, cada miembro destacado de la Internacional era incluido de golpe en la organización secreta e imbuido en la creencia de que este sistema de dirección de la asociación pública por la sociedad secreta existía en todas partes y era de cajón. […]
En junio de 1870 se celebró el primer Congreso de la Internacional española en Barcelona, donde se adoptó el plan de organización que luego se desplegó por completo en la Conferencia de Valencia (septiembre de 1871), que está en vigor actualmente y que ha dado ya los mejores resultados.
Lo mismo que en todos los demás sitios la participación que nuestra Asociación tuvo (a la par con la que se le achacó) en la revolución de la Comuna de París, dio también en España preponderancia a la Internacional. Esta preponderancia y las primeras persecuciones gubernamentales, que siguieron inmediatamente después, acrecentaron muchísimo nuestras filas en España. Sin embargo, en el momento de convocarse la Conferencia de Valencia no existían en el país más que trece federaciones locales, aparte de algunas secciones aisladas en varios lugares. […]
Inmediatamente después de la Conferencia de Valencia se celebró la de Londres[6] (septiembre de 1871). Los españoles enviaron a un delegado, Anselmo Lorenzo, y él fue el primero que llevó a España la noticia de que la Alianza secreta era inconcebible en nuestra Asociación, y que, todo lo contrario, el Consejo General y la mayoría de las federaciones estaban decididamente en contra de la Alianza, pues su existencia ya se conocía entonces.» («Informe del Consejo General sobre la situación en España, Portugal e Italia»).
A pesar de que fue a raíz de la Conferencia de Londres que algunos miembros de la Internacional como Anselmo Lorenzo se enteraron realmente de lo que era la Alianza, a la cual pertenecían engañados, a finales del año 1869.
«Fanelli envió desde Ginebra carnés de filiación a la Alianza para Morago[7], Córdova y López (republicano que aspira a ser diputado y es el redactor de El Combate, periódico burgués) y Rubau Donadeu (desafortunado candidato de Barcelona y fundador de un partido seudosocialista). Cuando se supo que habían llegado estos carnés, se armó un revuelo en la joven sección de Madrid de la Internacional; el presidente, Jalvo, se retiró por no querer pertenecer a una asociación que toleraba en su seno una sociedad secreta compuesta de burgueses y se dejaba dirigir por ella. […]
Después del Congreso de Barcelona de los internacionales españoles (julio de 1870), la Alianza se estableció en Palma, Valencia, Málaga y Cádiz. En 1871 se fundaron secciones en Sevilla y Córdoba. A comienzos de 1871, Morago y Viñas, delegados de la Alianza de Barcelona, propusieron a los miembros del Consejo Federal (Francisco Mora, Ángel Mora, Anselmo Lorenzo, Borrel, etc.)… fundar una sección de la Alianza en Madrid; pero estos se opusieron, alegando que la Alianza era una sociedad peligrosa si era secreta e inútil si era pública. La sola mención de este nombre bastó para echar por segunda vez la semilla de la discordia en el seno del Consejo Federal, hasta el punto de pronunciar Borrel estas palabras proféticas: ‹Desde hoy ha muerto toda la confianza entre nosotros›. Pero las persecuciones gubernamentales obligaron a los miembros del Consejo Federal a emigrar a Portugal, y allí fue donde Morago logró convencerlos de la utilidad de esta asociación secreta y donde, a iniciativa suya, se fundó la sección aliancista de Madrid. En Lisboa, algunos portugueses, miembros de la Internacional, fueron afiliados a la Alianza por Morago. Pero como estos nuevos militantes no le ofrecían suficientes garantías, fundo a espaldas suyas otro grupo aliancista compuesto de los peores elementos burgueses y obreros reclutados de entre las filas de los francmasones. Este nuevo grupo, del que formaba parte un cura que había colgado los hábitos, Bonança, intentó organizarla Internacional por secciones de diez miembros que debían, bajo su dirección, servir a los proyectos del conde de Peniche y a los cuales este intrigante político logró embarcar en una empresa descabellada que tenía el único fin de encaramarlo al poder. En vista de las intrigas aliancistas en Portugal y España, los internacionales portugueses se salieron de esta sociedad secreta y reclamaron en el Congreso de La Haya, como medida de salud pública, que fuera expulsada de la Internacional.
En la Conferencia que la Federación Española de la Internacional celebró en Valencia (septiembre de 1871), los delegados aliancistas, como siempre delegados de la Internacional también, dieron a su sociedad secreta una organización completa para toda la península Ibérica. La mayoría de ellos creyendo que el programa de la Alianza era idéntico al de la Internacional, que esta organización secreta existía por doquier, que era punto menos que un deber militar en ella y que la Alianza tendía a desarrollar y no a dominar la Internacional, decidió que todos los miembros del Consejo Federal debían ser iniciados. En cuanto Morago, que hasta entonces no se había atrevido a volver a España, se enteró del caso, fue a toda prisa a Madrid y acusó a Mora de «querer subordinar la Alianza a la Internacional», lo que era contrario a los fines de la Alianza. Y para dar peso a esta opinión, hizo leer a Mesa, en enero siguiente, una carta de Bakunin en la que éste desplegaba un plan maquiavélico de dominación sobre la clase obrera. Este plan era el siguiente:
‹La Alianza debe existir aparentemente dentro de la Internacional, pero realmente a cierta distancia de ella, para observarla y dirigirla mejor. Por esta razón, los miembros que pertenecen a los Consejos y Comités de las secciones internacionales deben estar siempre en minoría dentro de las secciones de la Alianza.› (Declaración de José Mesa al Congreso de La Haya el 1 de septiembre de 1872.)
En una reunión de la Alianza, Morago acusó a Mesa de haber traicionado a la sociedad de Bakunin al poner en antecedentes a todos los miembros del Consejo Federal, lo que les daba la mayoría en la sección aliancista y establecía de hecho la dominación de la Internacional sobre la Alianza. Y justamente para evitar esta dominación es por lo que las instrucciones secretas prescriben que solo uno o dos aliancistas deben penetrar en los Consejos o Comités de la Internacional y conducirlos bajo la dirección y con el apoyo de la sección de la Alianza, donde se toman de antemano todos los acuerdos que deba adoptar la Internacional. A partir de este momento, Morago declaró la guerra al Consejo Federal y, lo mismo que en Portugal, fundó una nueva sección aliancista desconocida de quienes no le merecían confianza. Los iniciados de los diferentes puntos de España lo secundaron y comenzaron a acusar al Consejo Federal de negligencia para con sus deberes aliancistas […]
La resolución de la Conferencia de Londres sobre la política de la clase obrera forzó a la Alianza a manifestar abiertamente su hostilidad a la Internacional y brindó al Consejo Federal (español) la ocasión de comprobar su perfecta concordia con la gran mayoría de los internacionales. Además, le sugirió la idea de constituir en España un gran partido obrero. Para conseguirlo, se necesitaba primero aislar por completo a la clase obrera de todos los partidos burgueses, sobre todo del partido republicano, que reclutaba entre los obreros a la masa de sus electores y de sus militantes. El Consejo Federal aconsejó la abstención en todas las elecciones de diputados tanto monárquicos como republicanos: para quitar al pueblo toda ilusión en las frases seudosocialistas de los republicanos, los redactores de La Emancipación, dirigieron a los representantes del Partido Republicano Federal, reunidos en Congreso en Madrid, una carta en la que les pedían medidas prácticas y los incitaban a pronunciarse sobre el programa de la Internacional. Fue un golpe terrible para el partido republicano; la Alianza se encargó de atenuarlo ya que ella, por el contrario, estaba ligada con los republicanos. Fundó en Madrid un periódico, El Condenado, que tomó por programa las tres virtudes cardinales de la Alianza: Ateísmo, Anarquía y Colectivismo, pero que predicaba a los obreros no reclamar la reducción de las horas de trabajo. Al lado del ‹hermano› Morago, escribían en él Estévanez, uno de los tres miembros del Comité dirigente del partido republicano, últimamente gobernador de Madrid y ministro de la Guerra. […] Y para tener también a su Fanelli en las Cortes españolas, la Alianza propuso presentar la candidatura de Morago.
…después de la actitud que el Consejo Federal adoptó frente al partido republicano, actitud que desbarató los planes de la Alianza, ésta resolvió hundirlo. Recibió la carta dirigida al Congreso republicano como una declaración de guerra. La Igualdad, el órgano más influyente de dicho partido, atacó violentamente a los redactores de La Emancipación y los acusó de estar vendidos a Sagasta[8]. El Condenado fomentó esta infamia con su silencio obstinado. La Alianza hizo más aún por el partido republicano. Con motivo de esa carta, hizo expulsar de la Federación madrileña de la Internacional, dominada por ella, a los redactores de La Emancipación.
Durante una gestión de seis meses, que siguieron a la Conferencia de Valencia, el Consejo Federal, pese a las persecuciones del Gobierno, elevó de trece a setenta el número de federaciones locales; en otras cien localidades preparó la formación de federaciones locales y organizó a los obreros de ocho oficios en sociedades nacionales de resistencia; además, bajo sus auspicios se constituyó la gran asociación de obreros fabriles catalanes. Estos servicios dieron a los miembros del Consejo tanta influencia moral que Bakunin sintió la necesidad de volverlos a la senda de los justos con una larga amonestación paternal dirigida a Mora, secretario general del Consejo, el 5 de abril de 1872. El Congreso de Zaragoza (4–11 de abril de 1872), a pesar de los esfuerzos de la Alianza, representada en él por doce delegados a lo menos, anuló la expulsión y eligió a dos de los expulsados al nuevo Consejo Federal, no obstante su reiterada negativa a aceptar que se presentaran sus candidaturas.
Simultáneamente al Congreso de Zaragoza se celebraron, como siempre, los conciliábulos secretos de la Alianza. Los miembros del Consejo Federal propusieron al Congreso disolverla, pero la propuesta fue eludida por no rechazarla. Dos meses después, el 2 de junio, estos mismos ciudadanos, en calidad de dirigentes de la Alianza española y en nombre de la sección madrileña de la misma, enviaron a las o tras secciones una circular en la que reanudaban su propuesta, dando la razón siguiente:
‹La Alianza se ha desviado del camino en que nosotros hablamos creído verla desde sus primeros pasos en nuestra región; ha falseado el pensamiento que entre nosotros le dio vida y, en vez de ser una parte íntima de nuestra gran Asociación. un elemento activo que impulse a los diferentes organismes de la Internacional, ayudándolos y favoreciendo en su desarrollo, se ha separado en el fondo del resto de la Asociación, ha venido a ser una organización aparte, casi superior y con tendencias dominadoras, introduciendo de este modo la desconfianza, la discordia y la división en nuestro seno… En Zaragoza, no aportando a él ninguna solución, ninguna idea, antes por el contrario, sirviendo de rémora y obstáculo a los importantes trabajos encomendados al Congreso›.
De todas las secciones españolas de la Alianza, solo la de Cádiz respondió, anunciando su disolución. Al otro día, la Alianza hizo expulsar de nuevo de la Federación Madrileña de la Internacional a los signatarios de la circular del 2 de junio. Tomó por pretexto un articulo de La Emancipación del 1 de junio en el que se pedía una información
‹acerca de los bienes que actualmente posee cada hombre político… como ministros, generales, consejeros, directores, administradores de aduanas, alcaldes, regidores, etc. … y todos los hombres políticos que, no habiendo ejercido funciones públicas, han vivido a la sombra de los gobiernos, prestándoles su apoyo en las Cortes o encubriendo sus iniquidades bajo la máscara de una falsa oposición… y cuando la revolución triunfante destruya el viejo edificio social… todos los datos… reunidos en manos del poder revolucionario… servirían para decretar la confiscación, o sea, la restitución de todos los bienes robados.›
La Alianza, que vio en este articulo un ataque directo a uno de sus amigos del partido republicano, acusó a los redactores de La Emancipación de haber traicionado la causa proletaria al reconocer implícitamente la propiedad individual so pretexto de exigir la confiscación de los bienes de los malversadores de fondos públicos. Nada mostraría mejor el espíritu reaccionario que se oculta tras el charlatanismo revolucionario de la Alianza y que ella querría infundir en el seno de la clase obrera. Y nada mejor para probar la mala fe de los aliancistas que la expulsión, acusando de defender la propiedad individual, a los mismos a los que antes anatematizaban por sus ideas comunistas.
Esta nueva expulsión fue una violación de los reglamentos vigentes que prescriben la formación de un tribunal de honor, en el que el acusado nombra a dos jurados de siete y aún puede apelar contra su fallo a la asamblea general de la sección. En lugar de todo eso, y para no sentirse coartada en su autonomía, la Alianza hizo dictaminar la expulsión en la misma asamblea donde imputó los cargos. De los ciento treinta miembros que constituían la sección, asistieron solo quince compadres. Los expulsados apelaron al Consejo Federal.
Gracias a las maniobras de la Alianza, este Consejo se trasladó a Valencia. De los dos miembros del Consejo Federal anterior, reelegidos en el Congreso de Zaragoza, Mora no había aceptado, y Lorenzo presentó la dimisión poco después. Desde este momento, el Consejo Federal se entregó en cuerpo y alma a la Alianza. Por eso respondió a la apelación de los expulsados con una declaración de incompetencia, si bien el articulo 7 de los reglamentos de la Federación Española le imponía el deber de suspender, sin menoscabo del derecho de apelación al próximo Congreso, a toda federación local que violase los Estatutos. Entonces los expulsados se constituyeron en ‹nueva federación› y pidieron al Consejo que la reconociera, el cual se negó rotundamente en virtud de la autonomía de las secciones. La Nueva Federación de Madrid recurrió entonces al Consejo General, y este la admitió conforme el art. 7 del cap. II y al art. 4 del cap. IV de los Reglamentos Generales. El Congreso general de La Haya aprobó este acto y admitió por unanimidad al delegado de la Nueva Federación de Madrid.» («La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores»).
Según se iba acercando el Congreso de La Haya, la Alianza, a través de sus típicas artimañas e intrigas, pretendía que los delegados de la representación española fueran miembros aliancistas de su confianza, cuyos gastos correrían a cargo de la Internacional. Con este fin el Consejo Federal, ya en manos de los conspiradores aliancistas, envió una circular secreta que ocultó a la Nueva Federación de Madrid y al Consejo General.
«Esta circular llegó, no obstante, a la Nueva Federación de Madrid y fue enviada al Consejo General que, conociendo la subordinación del Consejo Federal a la Alianza, vio que había llegado el momento de actuar y remitió a éste una carta en la que se dice:
‹Ciudadanos: En nuestro poder obran pruebas de que en el seno de la Internacional, y concretamente en España, existe una sociedad secreta que se llama la Alianza de la Democracia Socialista. Esta sociedad, cuyo centro se encuentra en Suiza, tiene por misión especial dirigir, en el sentido de sus tendencias particulares, nuestra gran Asociación y encauzarla hacia fines ignorados por la inmensa mayoría de los internacionales. Sabemos, además, por La Razón de Sevilla, que tres miembros, por lo menos, de vuestro Consejo pertenecen a la Alianza…
Si el carácter y la organización de esta sociedad, cuando aún era pública y reconocida, estaban ya en contradicción con el espíritu y la letra de nuestros Estatutos, su existencia secreta en el seno de la Internacional, a despecho de la palabra empeñada, constituyen una verdadera traición a nuestra Asociación›. […]
El Consejo General les pidió, además, algunos datos para el informe sobre la investigación sobre la Alianza que iba a presentar al Congreso de La Haya y una explicación de cómo conciliaban con sus deberes ante la Internacional la presencia de tres miembros conocidos, por lo menos, de la Alianza en el seno del Consejo Federal. El Consejo Federal respondió con una carta evasiva en la que, sin embargo, confesaba la existencia de la Alianza.» («La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores»).
Al Congreso de La Haya la Alianza pretendía llevar con su juego sucio y secreto los máximos delegados posibles que le fueran fieles de la representación de los distintos países, y así tener la suficiente fuerza como para hacerse con el Congreso y la dirección de la Internacional. Los representantes de la Federación Española llevaban un mandato imperativo, que les ordenaba pedir en el mismo Congreso cambiar el reglamento de las votaciones, para que de esta manera las propuestas aliancistas tuvieran más posibilidades de éxito, de lo contrario, amenazaron con que participarían en las discusiones pero se abstendrían de votar.
Pero el mandato que expresaba mejor el espíritu de la Alianza era el que llevaron los delegados de la federación suiza del Jura, cuartel general de la Alianza, y en el que se decía:
«‹Los delegados de la Federación del Jura reciben mandato imperativo de presentar al Congreso de La Haya los principios siguientes como base de la organización de la Internacional: Es de pleno derecho sección de la Internacional todo grupo de trabajadores que acepte el programa de la Internacional, tal como ha sido determinado por el preámbulo de los Estatutos Generales votados en el Congreso de Ginebra, y que se comprometa a observar la solidaridad económica con respecto a todos los trabajadores y grupos de trabajadores en la lucha contra el capital monopolizado.›
He aquí ya los Estatutos y Reglamentos Generales abolidos. Si se dejan subsistir los considerandos es porque, no yendo a parar en nada, no tienen sentido común.
‹Siendo el principio federativo (continúa) la base de la organización de la Internacional, las secciones se federan libremente entre sí, y las federaciones se federan también libremente entre sí, en la plenitud de su autonomía, creando, según sus necesidades, todos los órganos de correspondencias, oficinas estadísticas, etc., que juzguen convenientes.
Como consecuencia de los principios arriba mencionados, la Federación del Jura opina por la supresión del Consejo General y la supresión de toda autoridad en la Internacional›.
Quedan, pues, abolidos el Consejo General, los Consejos Federales, los Consejos Locales y todo género de Estatutos y reglamentos que tengan ‹autoridad›. Cada cual obrará como mejor le plazca ‹en la plenitud de su autonomía›.
‹Los delegados del Jura deben obrar en solidaridad completa con los delegados españoles, italianos, franceses y todos aquellos que protesten francamente contra el principio autoritario. En su consecuencia, la negativa de admisión de un delegado de estas federaciones deberá producir la retirada inmediata de los delegados del Jura. Del mismo modo, si el Congreso no acepta las bases de organización de la Internacional enunciadas más arriba, los delegados deberán retirarse, de acuerdo con los delegados de las federaciones antiautoritarias›.
El mandato jurasiano da lugar a otras reflexiones más. Este mandato descubre el conjunto de acción que reina en la Alianza, donde, a despecho de todas las frases sobre la anarquía, la autonomía, la libre federación, etc., no hay en realidad más que dos cosas: la autoridad y la obediencia.» («Los mandatos imperativos en el Congreso de La Haya»).
Aunque el Congreso rechazó una por una todas las propuestas que los representantes de las federaciones dominadas por la Alianza llevaban en sus mandatos imperativos, estos delegados no vieron oportuno el retirarse y siguieron sin moverse tras cada una de las negativas. Ni siquiera los delegados del Jura se retiraron cuando el Congreso, no solo rechazó sus propuestas sino que, además, resolvió reforzar la organización, es decir, según ellos la autoridad, y tan solo se limitaron a abstenerse de votar.
«Consignemos antes que hay dos fases bien distintas en la actividad de la Alianza. Durante la primera creía poder adueñarse del Consejo General y, por lo mismo, de la dirección suprema de nuestra Asociación. Entonces fue cuando pidió a sus adherentes que apoyaran la ‹fuerte organización› de la Internacional y, en primer orden,
‹los poderes del Consejo General, así como los del Consejo Federal y del Comité Central›;
entonces fue cuando los hombres de la Alianza reclamaron en el Congreso de Basilea para el Consejo General todos esos poderes extensos que más tarde han rechazado con tanto horror por autoritarios.
El Congreso de Basilea[9] defraudó, al menos por algún tiempo, las esperanzas de la Alianza. Luego ésta urdió los manejos de que se habla en Las supuestas divisiones; en el Jura, en Italia y en España no cesaba de sustituir el programa de la Internacional con su programa especial. La Conferencia de Londres puso fin a este qui pro quo[10] internacional con sus resoluciones sobre la política de la clase obrera y sobre las secciones sectarias. La Alianza no tardó en moverse de nuevo. La federación jurasiana, que constituye la fuerza de la Alianza en Suiza, lanzó contra el Consejo General su circular de Sonvillier en la que la fuerte organización, los poderes del Consejo General y las resoluciones de Basilea, propuestas y votadas por los signatarios de esta misma circular, eran declaradas autoritarias…» («Informe sobre la alianza de la Democracia Socialista…»)
«Como se ve, los hombres de la Alianza obran siempre obedeciendo a órdenes secretas y uniformes. A esas mismas órdenes secretas obedecía, sin duda, La Federación, de Barcelona, al predicar de repente la desorganización de la Internacional: pues la fuerte organización de nuestra Asociación en España ha empezado a ser un peligro para los dirigentes secretos de la Alianza. Esta organización da demasiada pujanza a la clase obrera, y por eso crea dificultades al gobierno secreto de los señores aliancistas, que saben perfectamente aquello de que, a río revuelto, ganancia de pescadores.
Destruid la organización y tendréis el río tan revuelto como queráis. Destruid sobre todo las uniones de oficios, declarad la guerra a las huelgas, reducid la solidaridad obrera a una palabra vana y tendréis el campo libre para vuestras frases pomposas, huecas y doctrinarias. Pero eso será silos obreros de nuestra región os dejan destruir la obra que les ha costado cuatro años de afanes y que es, sin duda, la mejor organización de toda la Internacional.
Volviendo a los mandatos imperativos, nos queda una cuestión por resolver: ¿por qué los aliancistas, enemigos encarnizados de todo principio de autoridad, insisten con tal obstinación sobre la autoridad de los mandatos imperativos? Pues porque, para una sociedad secreta como la de ellos, que existe en el seno de una sociedad pública como la Internacional, no hay nada tan cómodo como el mandato imperativo. Los mandatos de los aliancistas serán todos idénticos; los de las secciones sustraídas a la influencia aliancista, o rebeldes contra ella, serán contradictorios entre sí: de suerte que muchas veces la mayoría absoluta, y siempre la mayoría relativa, será de la sociedad secreta.» («Los mandatos imperativos en el Congreso de La Haya»)
«Luego de haberse entendido en Bruselas con los belgas acerca de las bases de una acción común contra el nuevo Consejo General, los jurasianos y los españoles partieron para Saint Imier, en Suiza, a fin de celebrar el congreso antiautoritario que la Alianza había hecho convocar por sus acólitos de Rimini.
Este congreso fue precedido del de la Federación del Jura, que repudió las resoluciones de La Haya, sobre todo la de expulsión de Bakunin y Guillaume; en consecuencia esta federación fue suspendida por el Consejo General. […]
Vueltos a España, los cuatro hijos de Amón de la Alianza española publicaron un manifiesto repleto de calumnias contra el Congreso de La Haya y de elogios para el de Saint Imier. El Consejo Federal patrocinó este libelo y, obedeciendo las órdenes del centro suizo, convocó en Córdoba, para el 25 de diciembre de 1872, el Congreso nacional que no debía celebrarse hasta abril de 1873. El centro suizo, por su parte, se apresuró a exponer a la vista de todos la supeditación en que tenía a este Consejo: el Comité del Jura envió a todas las federaciones locales de España, por encima del Consejo español, las resoluciones de Saint Imier.
De las ciento una federaciones existentes (cifra oficial dada por el Consejo Federal), en el Congreso de Córdoba no estuvieron representadas más que treinta y seis: era, pues, un congreso minoritario, si es que fue congreso en general.» («La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores»).
De todas maneras, esto no quiere decir que el resto de federaciones locales españolas estuvieran de parte del Consejo General y respetara las resoluciones de La Haya, como lo hizo la Nueva Federación de Madrid, cuyos miembros se salieron de la Alianza incluso antes del Congreso de La Haya, sino que después de la escisión que tuvo lugar en este Congreso se abrió un proceso de confusión en las distintas federaciones de la Internacional en España, que si bien es verdad que no fue el único país donde se abrió, en España fue lo bastante agudo como para abortar el intento de que cuajaran las ideas del socialismo científico. El anarquismo fue un verdadero muro de contención para la penetración del marxismo en España. A pesar de que algunos miembros de la Nueva Federación de Madrid siguieron contando con la confianza de Engels, por ejemplo José Mesa, que tradujo «Miseria de la Filosofía» y lo publicó en 1891, y a pesar de comentarios de Engels como el que sigue, en España no llegó a cuajar nunca realmente un partido político marxista y el intento de la Internacional de formar un partido obrero se desvaneció.
«El órgano de la Nueva Federación Madrileña, La Emancipación, quizás el mejor periódico que la Internacional posee actualmente en sitio alguno, denuncia a la Alianza todas las semanas, y por los números que he enviado al ciudadano Sorge, el Consejo General puede convencerse de la energía, el sentido común y el discernimiento teórico de los principios de nuestra Asociación que pone en la lucha. Su actual director, José Mesa, es sin duda el hombre más destacado que tenemos en España tanto por su carácter como por su talento e, indiscutiblemente, uno de los mejores que tenemos en parte alguna.» («Informe del Consejo General sobre la situación en España, Portugal e Italia»).
Y siguen Marx y Engels refiriéndose al Congreso de Córdoba:
«Segura de la mayoría que había amañado, la Alianza se sintió en él a sus anchas. Anuló los Estatutos de la Federación española, redactados en la Conferencia de Valencia y aprobados en el Congreso de Zaragoza, decapitó a esta Federación y reemplazó su Consejo federal con una simple comisión de correspondencia y estadística a la que no dejó siquiera la función de enviar al Consejo General las cotizaciones españolas; por último, rompió con la Internacional, ya que repudió las resoluciones de La Haya y adoptó el pacto de Saint Imier.» («La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores»).
«En España existen solo dos federaciones locales:
La Nueva Federación Madrileña y la Federación de Alcalá de Henares, que reconocen abierta y totalmente las resoluciones del Congreso de La Haya y al nuevo Consejo General. A menos que estas federaciones logren atraer a su lado al grueso de la Internacional en España, formarán el núcleo de una nueva federación española.» («Informe del Consejo General sobre la situación en España, Portugal e Italia»).
«La Alianza ha conseguido provocar en el seno de la Internacional una lucha sorda que durante dos años ha dificultado la actividad de nuestra Asociación y que ha culminado en la separación de una parte de las secciones y federaciones. Por eso, las resoluciones aprobadas por el Congreso de la Haya contra la Alianza eran un deber estricto. El Congreso no podía dejar que la Internacional, esta gran creación del proletariado, cayera en las redes tendidas por los detritos de las clases explotadoras. En cuanto a quienes desean despojar al Consejo General de atribuciones sin las cuales la Internacional no seria más que una masa confusa, dispersa y, para decirlo en el lenguaje de la Alianza, ‹amorfa›, solo podemos ver en ellos traidores o majaderos.» («La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores»).
En Febrero de 1873 era proclamada la 1a República tras abdicar Amadeo I. En junio se proclamó la República Federal y se encargó a una comisión de la que fueron excluidos los republicanos extremistas llamados intransigentes, la redacción del proyecto de la nueva Constitución. Cuando en julio se proclamó la nueva Constitución, ésta no iba tan lejos como los intransigentes pretendían en cuanto a la desmembración de España en «cantones independientes». Así pues, los intransigentes organizaron al momento alzamientos en provincias. Del 5 al 11 de julio, los intransigentes triunfaron en Sevilla, Córdoba, Granada, Málaga, Cádiz, Alcoy, Murcia, Cartagena, Valencia, etc. e instauraron en cada una de estas ciudades un gobierno cantonal independiente. En el mismo mes fueron sometidos todos los insurrectos en las diferentes localidades, tan solo Valencia luchó con algo de energía. Y únicamente Cartagena resistió, ya que era el mayor puerto militar de España y con él había caído en poder de los insurrectos la Marina de Guerra, el gobierno se guardó mucho de destruir su propia base naval, además de que estaba bien defendida. El «Cantón soberano de Cartagena» vivió hasta el 11 de enero de 1874, día en que capituló, porque, en realidad, ya no tenía en este mundo nada más que hacer.
De esta ignominiosa acción lo que más nos interesa son las hazañas, todavía más ignominiosas, de los anarquistas de Bakunin y que relatamos a continuación.
«Además de la información de los periódicos sobre los acontecimientos en España, tenemos a la vista el informe enviado al Congreso de Ginebra por la Nueva Federación Madrileña de la Internacional.
Es sabido que, en España, al producirse la escisión de la Internacional, sacaron ventaja los miembros de la Alianza secreta; la gran mayoría de los obreros españoles se adhirió a ellos. Al ser proclamada la República, en febrero de 1873, los aliancistas españoles se vieron en un trance muy difícil. España es un país muy atrasado industrialmente y, por lo tanto, no puede hablarse aún de una emancipación inmediata y completa de la clase obrera. Antes de eso, España tiene que pasar por varias etapas previas de desarrollo y quitar de en medio toda una serie de obstáculos. La República brindaba la ocasión para acortar en lo posible estas etapas y para barrer rápidamente estos obstáculos. Pero esta ocasión solo podía aprovecharse mediante la intervención política activa de la clase obrera española. La masa obrera lo sentía así; en todas partes presionaba para que se interviniese en los acontecimientos, para que se aprovechase la ocasión de actuar, en vez de dejar a las clases poseedoras el campo libre para la acción y para las intrigas, como se había hecho hasta entonces. El gobierno había convocado elecciones a Cortes Constituyentes. ¿Qué posición debía adoptar la Internacional? Los jefes bakuninistas estaban sumidos en la mayor perplejidad. La prolongación de la inactividad política hacíase más ridícula y más insostenible cada día; los obreros querían «hechos». Y, por otra parte, los aliancistas llevaban años predicando que no se debía intervenir en ninguna revolución que no fuese encaminada a la emancipación inmediata y completa de la clase obrera; que el emprender cualquier acción política implicaba el reconocimiento del Estado, el gran principio del mal; y que, por lo tanto, y muy especialmente, la participación en cualquier clase de elecciones era un crimen que merecía la muerte. El citado informe de Madrid nos dice como salieron del aprieto:
‹Las mismas gentes que rechazaron la decisión del Congreso de la Haya sobre la actitud política de la clase obrera y pisotearon los Estatutos de la Asociación, introduciendo así la escisión, la lucha y el desorden en la Internacional española; las mismas gentes que tuvieron la desvergüenza de presentarnos a los trabajadores como arribistas ambiciosos y que, con el pretexto de llevar la clase obrera al poder lo buscan para sí mismos; los mismos que se llaman autónomos, revolucionarios, anarquistas, etc., se lanzaron en esta ocasión con todo celo a hacer política, pero de la peor: política burguesa. En vez de luchar por conseguir el poder político para la clase obrera – cosa que precisamente les repugna – han ayudado a conseguirlo a una fracción de la burguesía compuesta de aventureros, ambiciosos y ansiosos de cargos que se dan a sí mismos el nombre de republicanos intransigentes.
Ya la víspera de las elecciones generales para las Constituyentes, los trabajadores de Barcelona, Alcoy y otros lugares quisieron saber qué política debían realizar los obreros tanto en la campaña electoral y parlamentaria como después. Se organizaron por ello dos grandes reuniones, una en Barcelona y otra en Alcoy; en ambas se opusieron los anarquistas con todas sus fuerzas a que se decidiera la política que debía seguir la Internacional (¡la suya, nótese bien!). Se decidió consecuentemente que la Internacional no tenía que seguir política alguna en tanto que Asociación, y que cada uno de sus militantes podía obrar como mejor le pareciera, y sumarse según su gusto a cualquier partido – ¡en razón de su famosa autonomía! –. ¿Cuál fue el resultado de doctrina tan poco sabrosa? Que la gran masa de la Internacional, incluidos los anarquistas, tomó parte en las elecciones sin programa, sin bandera, sin candidatos propios, contribuyendo así a que los elegidos fueran casi exclusivamente republicanos burgueses.›
A esto conduce el ‹abstencionismo político› bakuninista. […]»
Téngase en cuenta que los marxistas, ya entonces hacíamos distinción entre abstencionismo político por un lado y abstencionismo electoral por otro, y que Engels critica ambos a los anarquistas. Para los marxistas el parlamentarismo revolucionario tuvo sentido en la medida que el Parlamento burgués no era dominado, monopolizado por una única fracción de la burguesía, que como hemos leído más arriba sucedía en España. En estas condiciones los diputados comunistas podían influir en las decisiones del Parlamento a favor de una fracción de la burguesía o de otra, según cuales fueran los intereses del proletariado y en un país atrasado como era España. Sin embargo esta participación en el Parlamento ha sido defendida hasta nuestros días por los falsificadores del marxismo, ignorando que en nuestros días ya no hay más que una burguesía, la imperialista financiera, que domina todos los parlamentos y ha fascistizado las democracias. Además, nótese, que los marxistas, aún cuando no éramos abstencionistas, jamás vimos en la participación en las elecciones el medio para que los obreros consiguieran el poder, sino en la revolución armada.
«Pero, tan pronto como los mismos acontecimientos empujan al proletariado y lo colocan en primer plano, el abstencionismo se convierte en una majadería palpable, y la intervención activa de la clase obrera es una necesidad inexcusable. Y este fue el caso en España. […] Dada la enorme fascinación que el nombre de la Internacional ejercía aún por aquel entonces sobre los obreros de España y dada la excelente organización que, al menos para los fines prácticos, conserva aún su Sección española, era seguro que en los distritos fabriles de Cataluña, en Valencia, en las ciudades de Andalucía, etc., triunfasen brillantemente todos los candidatos presentados y apoyados por la Internacional, llevando a las Cortes una minoría lo bastante fuerte para decidir en las votaciones entre los dos bandos republicanos. Los obreros sentían esto; sentían que había llegado la hora de poner en juego su potente organización, pues por aquel entonces todavía lo era. Pero los señores jefes de la escuela bakuninista habían predicado durante tanto tiempo el evangelio del abstencionismo incondicional que no podían dar marcha atrás repentinamente; y así inventaron aquella lamentable salida, consistente en hacer que la Internacional se abstuviese como colectividad, pero dejando a sus miembros en libertad para votar individualmente como se les antojase. La consecuencia de esta declaración en quiebra política fue que los obreros, como ocurre siempre en tales casos, votaron a la gente que se las daba de más radical, a los intransigentes, y que, sintiéndose con esto más o menos responsables de los pasos dados posteriormente por sus elegidos, acabaran por verse envueltos en su actuación.
Los aliancistas en la ridícula situación en que se habían colocado con su astuta política electoral, a menos de querer dar al traste con su dominio sobre la Internacional en España, tenían que aparentar, por lo menos, que hacían algo. Y su tabla de salvación fue la huelga general.
En el programa bakuninista la huelga general es la palanca de que hay que valerse para desencadenar la revolución social. Una buena mañana, los obreros de todos los gremios de un país y hasta del mundo entero dejan el trabajo y, en cuatro semanas a lo sumo, obligan a las clases poseedoras a darse por vencidas o a lanzarse contra los obreros, con lo cual dan a éstos el derecho a defenderse y a derribar, aprovechando la ocasión, toda la vieja organización social. […] Y aquí precisamente está la dificultad del asunto. De una parte, los gobiernos, sobre todo si se les deja envalentonarse con el abstencionismo político, jamás permitirán que ni la organización ni las cajas de los obreros lleguen tan lejos; y, por otra parte, los acontecimientos políticos y los abusos de las clases gobernantes facilitarán la emancipación de los obreros mucho antes de que el proletariado llegue a reunir esa organización ideal y ese gigantesco fondo de reserva. Pero, si dispusiese de ambas cosas, no necesitaría dar el rodeo de la huelga general para llegar a la meta.
Para nadie que conozca un poco el engranaje oculto de la Alianza puede caber duda de que la propuesta de aplicar este bien experimentado procedimiento partió del centro suizo. El caso es que los dirigentes españoles encontraron de este modo una salida para hacer algo sin volverse de una vez ‹políticos›; y se lanzaron encantados a ella. Por todas partes se predicaron los efectos milagrosos de la huelga general y en seguida se preparó todo para comenzarla en Barcelona y en Alcoy.
Entretanto, la situación política iba acercándose cada vez más a una crisis. […]
Las negociaciones de Pi con los intransigentes se dilataban. Los intransigentes empezaron a perder la paciencia; los más fogosos de ellos comenzaron en Andalucía el levantamiento cantonal. Había llegado la hora de que los jefes de la Alianza actuaran también, sino querían seguir marchando a remolque de los intransigentes burgueses. En vista de lo cual, ordenaron la huelga general:
En Barcelona se pegó, entre otros, este pasquín:
‹¡Obreros! Declaramos la huelga general para mostrar la profunda repugnancia que sentimos al ver que el Gobierno saca a la calle el ejército para luchar contra nuestros hermanos trabajadores, mientras descuida la guerra contra los carlistas›, etc.
Es decir, que se invitaba a los obreros de Barcelona – el centro fabril más importante de España, que tiene en su haber histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo – a enfrentarse con el poder público armados, pero no con las armas que ellos tenían también en sus manos, sino… con un paro general, con una medida que solo afecta directamente a los burgueses individuales, pero que no va contra su representación colectiva, contra el poder del Estado. Los obreros barceloneses habían podido, en la inactividad de los tiempos de paz, prestar oído a las frases violentas de hombres tan mansos como Alerini, Farga Pellicer y Viñas; pero cuando llegó la hora de actuar, cuando Alerini, Farga Pellicer y Viñas lanzaron, primero, su famoso programa electoral, luego se dedicaron constantemente a calmar los ánimos y, por último, en vez de llamar a las armas, declararon la huelga general, acabaron por ganarse el desprecio de los obreros. El más débil de los intransigentes revelaba, con todo, más energía que el más enérgico de los aliancistas. La Alianza y la Internacional mangoneada por ella perdieron toda su influencia y, cuando estos caballeros proclamaron la huelga general, so pretexto de paralizar con ello la acción del Gobierno, los obreros se echaron sencillamente a reír. Pero la actividad de la falsa Internacional había conseguido, por lo menos, que Barcelona se mantuviera al margen del alzamiento cantonal. Y Barcelona era la única ciudad cuya incorporación podía respaldar de un modo firme el elemento obrero – que desempeñaba en todas partes un papel importante dentro del alzamiento – y darle la perspectiva de hacerse dueño, en fin de cuentas, de todo el movimiento. Además, la incorporación de Barcelona puede decirse que habría decidido el triunfo. Pero Barcelona no movió un dedo; los obreros barceloneses, que sabían de qué pie cojeaban los intransigentes y habían sido engañados por los aliancistas, se cruzaron de brazos y dieron con ello el triunfo final al Gobierno de Madrid. […]
La huelga general se había puesto al orden del día al mismo tiempo en Alcoy. Alcoy es un centro fabril de reciente creación que cuenta actualmente unos 30 000 habitantes y en el que la Internacional, en forma bakuninista, solo logró penetrar hace un año, desarrollándose luego con gran rapidez. […] Alcoy fue elegido, por tanto, para sede de la Comisión federal bakuninista española; y esta Comisión federal es, precisamente, la que vamos a ver aquí actuar.
El 7 de julio, una asamblea obrera toma el acuerdo de huelga general; y al día siguiente manda una comisión a entrevistarse con el alcalde, requiriéndole para que reúna en el término de 24 horas a los patronos y les presente las reivindicaciones de los obreros. El alcalde, Albors, un republicano burgués, entretiene a los obreros, pide tropas a Alicante y aconseja a los patronos que no cedan, sino que se parapeten en sus casas. En cuanto a él, estará en su puesto. Después de celebrar una entrevista con los patronos – estamos siguiendo el informe oficial de la Comisión federal aliancista, que lleva fecha de 14 de julio de 1873, el alcalde, que en un principio había prometido a los obreros guardar la neutralidad, lanza una proclama en la que ‹calumnia e insulta a los trabajadores, toma partido por los fabricantes y destruye así el derecho y la libertad de los huelguistas, provocándolos a la lucha›. Cómo los piadosos deseos de un alcalde podían destruir el derecho a la libertad de los huelguistas, es cosa que no se aclara en el informe. El caso es que los obreros, dirigidos por la Alianza, hicieron saber al Cabildo, por medio de una comisión, que, sino estaba dispuesto a mantener en la huelga la neutralidad prometida, lo mejor que podía hacer era dimitir para evitar un conflicto. La comisión no fue recibida y, cuando salía del Ayuntamiento, la fuerza pública disparó contra el pueblo, congregado en la plaza en actitud pacífica y sin armas. Así comenzó la lucha, según el informe aliancista. El pueblo se armó y comenzó la batalla, que había de durar ‹veinte horas›. […]
Esta fue la primera batalla callejera de la Alianza. Al frente de cinco mil hombres se batió durante veinte horas contra treinta y dos guardias y algunos burgueses armados; los venció, después que ellos hubieron agotado las municiones y perdió, en total, diez hombres. Se conoce que la Alianza inculca a sus iniciados aquella sabia sentencia de Falstaff de que ‹lo mejor de la valentía es la prudencia›.
Huelga decir que todas las noticias terroríficas de los periódicos burgueses, que hablan de fábricas incendiadas sin objeto alguno, de guardias fusilados en masa, de personas rociadas con petróleo y luego quemadas, son puras invenciones. Los obreros vencedores, aunque estén dirigidos por aliancistas, cuyo lema es: ‹No hay que repararen nada›, son siempre demasiado generosos con el enemigo vencido para obrar así, y éste les imputa todas las atrocidades que él no deja de cometer nunca cuando vence. […]
Al llegar aquí, el informe de la Alianza y el periódico aliancista nos dejan en la estacada; hemos de contentarnos con la información general de la prensa. Por ésta, nos enteramos de que en Alcoy se constituyó inmediatamente un ‹Comité de Salud Pública›, es decir, un gobierno revolucionario. Es cierto que en el Congreso celebrado por ellos en Saint Imier (Suiza) el 15 de septiembre de 1872, los aliancistas habían acordado que ‹toda organización de un poder político, del poder llamado provisional o revolucionario, no puede ser más que un nuevo engaño y resultaría tan peligrosa para el proletariado como todos los gobiernos que existen actualmente›. Además, los miembros de la Comisión federal de España, residente en Alcoy, habían hecho lo indecible para conseguir que el congreso de la Sección española de la Internacional hiciese suyo este acuerdo. Pero, a pesar de todo esto, nos encontramos con que Severino Albarracín, miembro de aquella Comisión, y, según ciertos informes, también Francisco Tomás, su secretario, forman parte de ese gobierno provisional y revolucionario que era el Comité de Salud Pública de Alcoy.
¿Y qué hizo este Comité de Salud Pública? ¿cuáles fueron sus medidas para lograr la ‹emancipación inmediata y completa de los obreros›? Prohibir que ningún hombre saliese de la villa, autorizando, en cambio, a las mujeres, siempre y cuando… ¡tuviesen salvoconducto! ¡Los enemigos de la autoridad restableciendo el régimen de los salvoconductos! En lo restante, la más completa confusión, la más completa inactividad, la más completa ineptitud.»
En Sanlucar de Barrameda, junto a Cádiz, según relatan los aliancistas – el cierre del local de la Internacional por parte del alcalde desata la cólera de los trabajadores.
«‹El alcalde – relata el informe aliancista – cierra el local de la Internacional y provoca la cólera de los trabajadores con sus amenazas y constantes lesiones de los derechos personales de los ciudadanos.[…] los obreros se dan cuenta de que el Gobierno se prepara sistemáticamente a declarar su Asociación fuera de la ley; deponen a las autoridades locales y nombran en su lugar otras que vuelven a abrir el local de la Asociación›.
‹¡En Sanlucar… el pueblo domina la situación!›, exclama triunfal Solidarité révolutionnaire[11]. Los aliancistas, que también aquí, en contra de sus principios anarquistas, formaron un gobierno revolucionario, no supieron por donde empezar a servirse del poder. Perdieron el tiempo en debates vacuos y acuerdos sobre el papel, y el 5 de agosto, después de ocupar las ciudades de Sevilla y Cádiz, el general Pavía destacó a unas cuantas compañías de la Brigada de Soria para tomar Sanlúcar y… no encontró la menor resistencia.
Esas son las hazañas heroicas llevadas a cabo por la Alianza donde nadie le hacia la competencia.
Inmediatamente después de la batalla librada en las calles de Alcoy, se levantaron los intransigentes en Andalucía. […] Ni que decir tiene que los obreros bakuninistas se tragaron el anzuelo y sacaron las castañas del fuego a los intransigentes, para luego verse recompensados por sus aliados, como siempre, con puntapiés y balas de fusil.
Veamos cuál fue la posición de los internacionales bakuninistas en todo este movimiento. Ayudaron a imprimirle el sello de la atomización federalista y realizaron su ideal de la anarquía en la medida de lo posible. Los mismos bakuninistas que, pocos meses antes, en Córdoba, habían anatematizado como una traición y una añagaza contra los obreros la instauración de gobiernos revolucionarios, formaban ahora parte de todos los gobiernos municipales revolucionarios de Andalucia, pero siempre en minoría, de modo que los intransigentes podían hacer cuanto les viniera en gana. Mientras éstos monopolizaban la dirección política y militar del movimiento, a los obreros se les despachaba con unos cuantos tópicos brillantes o con unos acuerdos sobre supuestas reformas sociales del carácter más tosco y absurdo y que, además, sólo existían sobre el papel.
Así sucedió que, en el transcurso de pocos días, toda Andalucía estuvo en manos de los intransigentes armados. Sevilla, Málaga, Granada, Cádiz, etc. cayeron en su poder casi sin resistencia. Cada ciudad se declaró cantón independiente y nombró una Junta revolucionaria de gobierno. Lo mismo hicieron después Murcia, Cartagena y Valencia. […]
No obstante, esta insurrección, aunque iniciada de un modo descabellado, tenía aún grandes perspectivas de éxito si se la hubiera dirigido con un poco de inteligencia, siquiera hubiese sido al modo de los pronunciamientos militares españoles, en que la guarnición de una plaza se subleva, va sobre la plaza más cercana, arrastra consigo a su guarnición, preparada de antemano, y, creciendo como un alud, avanza sobre la capital hasta que una batalla afortunada o el paso a su campo de las tropas enviadas contra ella decide el triunfo. […]
Pero, no. El federalismo de los intransigentes y de su apéndice bakuninista consistía, precisamente, en dejar que cada ciudad actuase por su cuenta y declaraba esencial, no su cooperación con las otras ciudades, sino su separación de ellas, con lo cual cerraba el paso a toda posibilidad de una ofensiva general. […]
Entretanto, la puñalada trapera de este levantamiento, organizado sin pretexto alguno, imposibilitó a Pi y Margall para seguir negociando con los intransigentes. Tuvo que dimitir; le sustituyeron en el poder los republicanos puros del tipo de Castelar, burgueses sin disfraz, cuyo primer designio era dar al traste con el movimiento obrero, del que antes se habían servido, pero que ahora les estorbaba. A las órdenes del general Pavía se formó una división para mandarla contra Andalucía, y otra a las órdenes de Martínez Campos para enviarla contra Valencia y Cartagena. […]
El 26 de julio inició Martínez Campos el ataque contra Valencia. Aquí, la insurrección había partido de los obreros. Al escindirse en España la Internacional, en Valencia obtuvieron la mayoría los internacionales auténticos y el nuevo Consejo federal español fue trasladado a esta ciudad. A poco de proclamarse la República, cuando ya se vislumbraba la inminencia de combates revolucionarios, los obreros bakuninistas de Valencia, desconfiando de los líderes barceloneses, que disfrazaban su táctica de apaciguamiento con frases ultrarrevolucionarias, prometieron a los auténticos internacionales que harían causa común con ellos en todos los movimientos locales. Nada más estallar el movimiento cantonal ambos bandos se lanzaron a la calle, utilizando a los intransigentes, y desalojaron a las tropas. No se ha sabido cuál era la composición de la Junta de Valencia; sin embargo, de los informes de los corresponsales de la prensa inglesa se desprende que en ella, al igual que entre los voluntarios valencianos, tenían los obreros preponderancia decisiva. Estos mismos corresponsales hablaban de los insurrectos de Valencia con un respeto que distaban mucho de dispensar a los otros rebeldes, en su mayoría intransigentes; ensalzaban su disciplina y el orden reinante en la ciudad y pronosticaban una larga resistencia y una lucha enconada. No se equivocaron. Valencia, ciudad abierta, se sostuvo contra los ataques de la división de Martínez Campos desde el 26 de julio hasta el 8 de agosto, es decir, más tiempo que toda Andalucía junta.
Examinemos, pues, el resultado de toda nuestra investigación:
1. En cuanto se enfrentaron con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a echar por la borda todo el programa que hasta entonces habían mantenido. En primer lugar, sacrificaron su doctrina del abstencionismo político y, sobre todo, del abstencionismo electoral. Luego, le llegó el turno a la anarquía, a la abolición del Estado; en vez de abolir el Estado, lo que hicieron fue intentar erigir una serie de pequeños Estados nuevos. A continuación, abandonaron su principio de que los obreros no debían participar en ninguna revolución que no persiguiese la inmediata y completa emancipación del proletariado, y participaron en un movimiento cuyo carácter puramente burgués era evidente. Finalmente, pisotearon el principio que acababan de proclamar ellos mismos, principio según el cual la instauración de un gobierno revolucionario no es más que un nuevo engaño y una nueva traición a la clase obrera, instalándose cómodamente en las juntas gubernamentales de las distintas ciudades, y además, casi siempre como una minoría impotente, neutralizada y políticamente explotada por los burgueses.
2. Al renegar de los principios que habían venido predicando siempre, lo hicieron de la manera más cobarde y embustera bajo la presión de una conciencia culpable, sin que los propios bakuninistas ni las masas acaudilladas por ellos se lanzasen al movimiento con ningún programa ni supiesen remotamente lo que querían. ¿Cuál fue la consecuencia natural de esto? Que los bakuninistas entorpecían todo movimiento, como en Barcelona, o se veían arrastrados a levantamientos aislados, irreflexivos y estúpidos, como en Alcoy y Sanlucar de Barrameda, o bien, que la dirección de la insurrección caía en manos de los burgueses intransigentes, como ocurrió en la mayoría de los casos. Así pues, al pasar a los hechos, los gritos ultrarrevolucionarios de los bakuninistas se tradujeron en medidas para calmar los ánimos, en levantamientos condenados de antemano al fracaso o en la adhesión a un partido burgués, que, además de explotar ignominiosamente a los obreros para sus fines políticos, los trataba a patadas.
3. Lo único que ha quedado en pie de los llamados principios de la anarquía, de la federación libre de grupos independientes, etc., ha sido la dispersión sin tasa y sin sentido de los medios revolucionarios de lucha que permitió al Gobierno dominar una ciudad tras otra con un puñado de tropas y sin encontrar apenas resistencia.
4. Fin de fiesta: No sólo la Sección española de la Internacional – lo mismo la falsa que la auténtica, antes numerosa y bien organizada – se ha visto envuelta en el derrumbamiento de los intransigentes, y está hoy de hecho disuelta, sino que, además, se le atribuye todo el cúmulo de excesos imaginarios sin el cual los filisteos de todos los países no pueden concebir un levantamiento obrero; con lo que se ha hecho imposible, acaso por muchos años, la reorganización internacional del proletariado español[12].
5. En una palabra, los bakuninistas españoles nos han dado un ejemplo insuperable de como no debe hacerse una revolución.» («Los bakuninistas en acción»).
Notes:
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Unión de las ciudades españolas, creada a fines del siglo XV por los Reyes Católicos con el fin de utilizar a la burguesía contra los nobles en beneficio del absolutismo. [⤒]
Se trata del Manifiesto lanzado desde Manzanares por el general O’Donnell, que encabezó el pronunciamiento del 28 de junio de 1854. Se le llamaba «Programa de Manzanares» y contenía algunas reivindicaciones del pueblo. [⤒]
Según este documento, la Corona española se comprometía a subvencionar al clero a costa del Tesoro, a cesar la confiscación de las Tierras de la Iglesia y devolver a los conventos las tierras incautadas durante 1834–1843 que no hubieran sido vendidas. [⤒]
Se trata del Manifiesto lanzado desde Manzanares por el general O’Donnell, que encabezó el pronunciamiento del 28 de junio de 1854. Se le llamaba «Programa de Manzanares» y contenía algunas reivindicaciones del pueblo. [⤒]
Esta organización fue creada por una minoría de un congreso de la sociedad burguesa Liga de la Paz y la Libertad, ya en 1868 se habían gestado su programa y reglamento. [⤒]
Esta conferencia fue de la Asociación Internacional de los Trabajadores a nivel internacional, a diferencia de la de Valencia que fue a nivel nacional para España. [⤒]
Morago llegaría a ser el alma de la Alianza en España, fiel servidor y valeroso urdidor de intrigas de la misma. [⤒]
Reiteradas veces ministro y jefe del Gobierno. [⤒]
Congreso de la I Internacional celebrado en septiembre de 1869. [⤒]
Malentendido. [⤒]
Periódico aliancista. [⤒]
Más arriba hemos visto también, cómo las ideas anarquistas eran difundidas por la Alianza en nombre de la Internacional, para los obreros en España eran la misma cosa dos organizaciones tan opuestas. Al leer esta enseñanza de Engels, no podemos dejar de pensar en la gran mentira estalinista y sus consecuencias nefastas al actuar en nombre del comunismo y del marxismo, esta vez no a nivel de España, sino internacional. [⤒]